Casilda dijo no. La excusa
era su temor a los aviones, aunque en realidad el miedo radicaba en otro tipo
de vuelo, uno que la iba a llevar a recuerdos escondidos y que no deseaba
rescatar. Pero Elías insistió. Tenía una necesidad casi física de recorrer las
calles, oler cada rincón y abrazar a todas las personas que formaron parte de
su infancia. La ausencia se agrandaba y por momentos se sentía perdido.
Ella reconoció los síntomas,
también eran los suyos, si bien años de entrenamiento lograron ocultarlos. Todo
cambió esa noche a causa de un sueño. Era como una película: Un hombre, debido
a una guerra, había escondido algo que ella no llegaba a distinguir. Lo ocultó
en una construcción semejante a una montaña redonda, edificada por tubos con
una tapa. Cuando, pasada la contienda quiso recuperarlo, empezó a destapar los
caños, comenzando por abajo. No lo encontraba; iba subiendo tubo a tubo, pero sin
suerte. Llegó hasta la cima, y nada. Despertó.
Con la respiración
entrecortada, se puso las zapatillas y salió sigilosamente del dormitorio en
busca de un vaso de agua. Lo bebió de un trago y encendió un cigarrillo.
Amparada por la oscuridad apenas rota por la luz de la calle, anduvo por el
salón, deteniéndose en las estanterías repletas de recuerdos. Esculturas de
lugares lejanos, libros gastados de tanto leerlos, pinturas o porcelanas
heredadas… A todas ellas, testigos de su existencia hasta entonces, les
preguntaba por el sentido de las imágenes que se repetían en su mente y a las
que no encontraba sentido.
En su butaca preferida
intentó relajarse. Lentas respiraciones la sumieron en un sopor y luego en un
sueño profundo. A la mañana siguiente, Elías la encontró dormida con su gato
Luciano sobre el regazo. Los cubrió con una manta y fue a preparar el desayuno.
A pesar del ruido del
exprimidor de zumos, el hombre pudo escuchar a su mujer:
—Llamaremos a tu hermana para
cuidar a nuestro hijito peludo.
—Mi chica valiente —contestó
él con una sonrisa mientras le servía un plato con tostadas—. Los monstruos son
más fuertes en nuestra imaginación que en la realidad.
Cuando ella le relató los
pormenores de su pesadilla, él, con la misma suavidad con que depositó la taza
de café sobre la mesa, dijo:
—Yo me preguntaría qué tienes
escondido, tan escondido que no puedes destapar.
—Lo averiguaré. De momento me
voy a duchar, vestir y al coche.
Las semanas siguientes,
Casilda, convencida de que la actividad es el mejor remedio contra las insidias
de la mente, con una vorágine de preparativos dejó en suspenso las negras nubes
que habitaban sus pensamientos. Si la vida interior se concentraba en la futura
reunión familiar tantos años pospuesta, la externa seguía el curso habitual.
Cuando, en el avión y
acomodados en las confortables butacas, Casilda y Elías advirtieron el despegue
de la nave, se cogieron de la mano, sonrieron y dijeron a la vez «alea iacta
est».
A pesar de la diversidad de
alcoholes ofrecidos por la azafata, el Lorazepan y la lectura, la joven era
incapaz de conciliar el sueño; si lograba una duermevela, volvía a su memoria
la pesadilla de la búsqueda entre los tubos. Lo mejor era ver una película,
algo insustancial. Sonrió cuando entre la oferta encontró El Mago de Oz.
Recordó haberla visto de niña, cuánto le gustaba la canción y, sobre todo, los
mágicos zapatos rojos que le permitían a Dorothy regresar a casa en busca de su
perro Totó.
Anunciaron el pronto
aterrizaje; al abrocharse el cinturón, Casilda pensó en sus hermanos. Si el
mayor habría encontrado un cerebro, el segundo un corazón y el menor, coraje,
como el espantapájaros, el hombre de hojalata y el león.
Mientras empujaba el carro
con su equipaje pudo ver a los tres detrás de la puerta acristalada; una de sus
cuñadas llevaba un bebé en brazos, una niña cuya existencia desconocía. Apretó
la boca y rogó que sus piernas se mantuvieran firmes. Si esos primeros abrazos
fueron sentidos o fingidos, nunca lo sabría.
El trayecto hasta el que
fuera el hogar de sus padres lo hizo sumida en las tonalidades ocres de un
otoño incipiente, respirando olores olvidados y con la garganta seca. Por la
ventanilla del coche se sucedían aceras, terrazas de cafés, niños a su regreso
de la escuela. Todo con la semblanza de un pasado que podía tocar con solo
estirar el brazo y sin embargo le era esquivo.
Al doblar una calle reconoció
la casa, solo la fachada. El salón había cambiado, los sillones de cretona
estampada de su madre se reemplazaron por otros de cuero blanco, los muebles
tradicionales por minimalistas. A través de las ventanas pudo reconocer los
árboles del jardín de su niñez. Más altos, tan frondosos que impedían ver la
tapia, sus ramas maduras y fuertes le dieron seguridad. Enderezó la espalda y
contuvo un suspiro antes de coger en brazos a su nueva sobrina.
Fue Cristóbal, su hermano del
medio, quien, después de los aperitivos le tendió un sobre. Un sobre grande,
con manchas de tiempo y humedad.
—Lo dejaste en tu habitación
—dijo con dulzura en los ojos.
Fotos de infancia, su título
universitario y hasta el original de una historia escrita durante su
adolescencia. Entonces pensó si el cerebro, corazón y coraje que echaba en
falta en sus hermanos no le faltarían realmente a ella… Y abrazó a los tres.
—Tal vez no era necesario destapar
un tubo, sino abrir un sobre —susurró Elías.
A la mente de la mujer
regresaron las palabras de Glinda, el hada del norte, «Si no puedes encontrar
el deseo de tu corazón en tu propio patio, entonces nunca lo perdiste
realmente».
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