Se
veían como cada tarde, a esa hora en que el sol roza la tierra y no se sabe si
es de día o de noche porque existe una amalgama de colores que confunde a la
vez que aturde. Se veían casi en secreto, por lo difícil y complicado que
resultaba aquel amor en sus circunstancias. Se veían a hurtadillas, guardándose
dos sonrisas de terciopelo rojo en el fondo de sus corazones alborotados.
Un poco antes de las siete de la tarde, hora
en que tenían permitido un rato de esparcimiento al aire libre, ella salía de
su habitación y se dirigía al jardín, un verdadero arco iris en aquella época
del año. No podía mirarse al espejo por carecer de ellos, no podía arreglarse
como ella quisiera por falta de elementos, no podía más que conformarse con lo
que tenía, que era mucho en su situación, pero, pese a todo, se sentía bella
porque iba a encontrarse con su amor, razón suficiente para el encanto.
Y
salía al sol tibio del atardecer, arropada por los brazos del silencio y
recorría unas cuantas veredas y parterres rebosantes de verdor. Su corazón
latía denso por lo que iba a encontrar, por lo que iba a ver, porque él la
estaría esperando, como cada tarde, como cada día desde que entrara allí, ya no
recordaba cuánto tiempo atrás.
No
le había contado a nadie la aventura que empezara hacía unos cuantos meses
porque, tal vez, si hacía a alguien partícipe de su secreto, le impedirían
volver a salir y dejaría de verle. Y eso no podía permitirlo porque, estaba
segura, moriría de pena.
Salió
de su habitación, como cada tarde, junto con sus compañeras en fila. Unos
metros más allá, al aire libre, y en cuanto le fue posible, se escabulló
encaminándose hacia la rotonda donde se reunía con aquel hombre maravilloso, don
Nicanor Alhucemas y Sanpedro. Don Nicanor le había robado el corazón, que ahora
latía con una fuerza arrolladora.
Llegó
con el alma temblando igual que una niña. Allí estaba él, esperando tan ansioso
como ella misma, con su rostro serio, su barba poblada y su corazón desbaratado.
Allí estaba él, tan grandioso, tan masculino, con ese porte majestuoso que resultaba
tan atractivo.
Tomó
asiento a sus pies. Se miraron con arrobo, con esa sonrisa que nace de nadie
sabe dónde cuando el amor explota. Y ella empezó a explicarle sus escasas
andanzas durante el día, el ir y venir diario, los pensamientos que guardaba
para él, sus sentimientos, sus cuitas revolucionadas, cerrando los ojos,
compartiendo sus sueños, los que le quedaban.
Bajó
la cabeza sintiéndose plena de amor y sabiendo que él arropaba su cuerpo con
aquellos ojos duros que hacían vibrar la piel de sus brazos.
El
día se derretía lentamente.
La
estatua de don Nicanor Alhucemas, fundador del centro, permaneció en silencio,
con la mirada lánguida perdida en el horizonte.
Finalizada
aquella maravillosa conversación con su amado, la mujer se levantó y dirigió
sus pasos hacia el edificio de piedra gris donde habitaba. El centro
psiquiátrico para enfermos mentales cerró sus puertas tras ella. Como cada tarde.
©Blanca del Cerro
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