Era solo un rumor, si bien todo el mundo sabe lo que eso significa en una isla. Nunca se pudo comprobar, pero los pasos del pobre Fermín eran, como poco, inseguros. La pierna izquierda tropezaba con piedras, ramas y hasta algún sapo, si se le cruzaba en el camino. Su voz grave de bajo que alguna vez cantó en la iglesia durante las festividades, se había transformado en un hilo inconsistente que no le permitía siquiera leer una epístola. De todo me culpaban a mí. Si tuve algo que ver, fue sin intención.
Como hija mayor de familia numerosa tenía que casarme. A mi padre no se le ocurrió nada mejor que prometer mi mano a un vecino que lindaba con nuestras tierras y era buena gente. No voy a negar que lo fuera, pero me aburría a rabiar. Sus temas de conversación pasaban de la mies a la fecha de parición del ganado, sus jornadas de caza o las partiditas de mus en el único bar del pueblo. Intenté enseñarle a jugar al ajedrez, con tan poca suerte como cuando probé con el póker. Cuando nos sentábamos bajo el gran manzano y le leía alguna novela, cambiando la voz en cada personaje para hacérsela más entretenida, a los pocos minutos escuchaba sus ronquidos. Al despertar, Fermín cogía una manzana y, con la boca llena, decía que eran las mejores de la comarca.
Una tarde de verano lo convencí para que comiera las más maduras, unas cuantas.
—Son buenas para la memoria —le tendí la primera— ya que dices carecer de ella…
Tan solo pretendía un poco de indigestión para mantenerlo alejado unos días. Pero el pobrecillo no solo era débil de mente, también de estómago. Al poco rato de consumir una cantidad considerable, se levantó y corrió ladera abajo, tropezó con una rama caída, rodó hasta la playa, se golpeó la cabeza contra una piedra y permaneció en coma dos meses. Las malas lenguas dijeron que yo lo había envenenado. Si bien no hubo pruebas, el cuchicheo se extendió por la isla y me quedé sin novio. Sin ése y sin ningún otro. Por fin era libre.
A la muerte de mis padres heredé la casa; las tierras, ganado, acciones y demás se repartieron entre mis hermanos. Estuve de acuerdo. Este lugar en lo alto de la montaña desde donde puedo ver el mar ha sido y es mi refugio, con música, los personajes de mis relatos, los de mis acuarelas y animales.
Al principio, algunas de las que fueran mis amigas antes del suceso de Fermín, venían a visitarme, traían pasteles y me aconsejaban. Creo que fui borde cuando les solté:
—Con tanto consejo no sé qué hacer, ni cuál elegir… Tengo tantos y no utilizo ninguno…
—Tienes que integrarte —me amonestó Mercedes, uno de los pilares de la comunidad— salir de aquí y confraternizar. En el pueblo hay gente muy válida.
«Gente muy válida» repetí para mis adentros y recordé a la mujer del boticario, sentada en un banco mientras su marido despachaba jarabes. Era algo así como la gaceta, al corriente de todo acontecimiento social, familiar y estado financiero de los miembros de la comunidad. Decidí no ser yo quien le diera material para su chismorreo.
Me ausenté mentalmente de la tertulia en el jardín y de los dulces que mis compañeras devoraban, admirando mi casa, cuyas paredes absorbían el color del atardecer.
Me llevó tiempo, trabajo y dinero restaurarla; pero no solo me entretuvo, hice de ella el hogar de mis sueños, con puertas y ventanas azules, como en las islas griegas; árboles que han crecido y a cuya sombra me deleito con el periódico, un libro o mis pensamientos, aunque no he vuelto al viejo manzano… Por si acaso.
La paz se rompe los domingos, cuando mi familia, sobrinos con mocos incluidos, vienen a visitar a quien consideran la pobre solterona. Es entonces cuando los decibelios suben, los cojines terminan por los suelos y la cocina llena de platos sucios con los restos de la comida que con tanta ilusión les preparé.
Pongo la mesa con el mimo con que lo hago para mí todos los días; me gusta la decoración, no faltan detalles, flores y velas. Sin embargo, a ellos les da igual, obvian cualquier pormenor delicado como si no existiera y, encima, mis cuñadas llenan el aire hilvanando palabras sobre temas tan interesantes como sus hijos o las actividades del servicio doméstico.
Ante semejante panorama de indigencia intelectual decidí tomar riendas en el asunto.
El domingo pasado, aprovechando el buen tiempo, puse la mesa debajo de la parra. La luz se colaba entre sus hojas dibujando bordados en el mantel de hilo; la vajilla de porcelana de la abuela, agradecida de abandonar el aparador, ocupaba su puesto con orgullo, como las copas de cristal y la cubertería de plata. El remate fue un centro de mesa con muchas manzanas verdes.
—Probadlas, queridos —dije a mis sobrinos cuando se acercaron a ver mi bodegón— son de nuestro árbol.
Rauda, la mano de una de mis cuñadas cogió la de su hijo antes de que se acercara a la fruta. Me dirigió una mirada de odio y ordenó a su vástago que subiera al coche. Los demás la siguieron.
Espero haber recuperado la paz.
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