Un hongo, como diría mi abuela.
Aquella mañana de noviembre amaneció lluviosa
y a cada rato miraba por la ventana esperando la hora de salida para ir a mi
rutina de siempre.
La hora del aperitivo debería ser sagrada.
Sería buena idea, me dije, recoger firmas, llevarlas al Congreso, y
presentarlas como un proyecto de Ley: La Importancia del Piscolabis.
Me acerqué a la tasca de la esquina donde el
camarero, amigo mío, sin preguntar siquiera, me trajo mi ración de champiñones
al ajillo, una cesta de pan y una cervecita helada.
Cerré los ojos, y al llevarme el tenedor a la
boca sentí un cosquilleo en los párpados. Mi abuela, que lleva años criando
malvas, apareció con su sonrisa de siempre y me recordó que las setas son
apocalípticas, que unas son comestibles y otras venenosas… Incluso existían
varias —y me señalaba con el índice— con efectos psicoactivos.
Decía que otras estaban cargadas de un poder
sobrenatural, y en las noches de luna llena, las hadas, brujas, duendes y elfos
acostumbraban a reunirse en silencio, danzando en círculos y entonando cánticos
para atraer a los sapos de las charcas.
Y poniendo una voz misteriosa añadía que, al
amanecer, allí donde estuviera sentado un sapo nacería una seta. Si el sapo era
maligno brotaría una venenosa y si era bondadoso, comestible.
A lo lejos oí la voz de mi amigo el camarero
que preguntaba si me sentía bien. No pude contestar. Mi boca había
desaparecido, pero mi abuela seguía diciendo que estos pequeños seres vivos, de
formas y colores llamativos, generaban sentimientos de miedo, respeto y
admiración. Podían ser una peligrosa vía hacia la muerte o cura de
enfermedades.
Yo no entro ni salgo en esas teorías, lo que
sí sé es que de pronto me vi en un hospital asaeteado como un san Sebastián de
sueros, tubos por boca y nariz, jeringuillas, vías…, y no sé si logré
terminarme el aperitivo.
© Marieta Alonso Más
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