El abuelo Antonio sabía arreglarlo
todo: colgar un cuadro, cambiar un enchufe, arreglar el televisor, pavimentar
la entrada del garaje, arreglar el tejado…
Un hombre muy habilidoso,
decían los vecinos, en cambio, su mujer le llamaba: «Candil de la calle y
oscuridad de la casa». Pero no era cierto.
Lo que sucedía es que la
lista de cosas que ella quería que hiciese, era interminable. Una mañana le
arregló el bastidor de la cama antes de ir al trabajo y el lavavajillas cuando
regresó. Un fin de semana le tuvo pintando toda la casa. Cada año de un color
diferente. Y ya le ha dicho que hay que enladrillar el patio, construir un
cobertizo, una casita de muñecas para las nietas, unos muebles de cocina que
los que tienen ya están muy viejos, y una zapatera. ¡Ah! Y una caseta para todas
esas herramientas que no para de comprar.
Tenía siete años cuando su
padre encontró una bicicleta a la que le faltaban los pedales y los manubrios.
La llevó a casa. El niño la desarmó, limpió cada pieza, y con unos cilindros
que cortó a medida la dejó como nueva. Desde aquel momento fue a la escuela pedaleando,
con su perro pisándole los talones, un chucho callejero que un día se le acercó
y durante diez años no se separó de él.
Su andar era lento, denotaba algo
de cansancio. Con su pelo corto, se lo cortaba él mismo, una camisa de manga
larga, los pantalones por debajo de la barriga y su mochila al hombro era la
viva imagen de un hombre feliz.
En su mundo ningún objeto
escondía misterio después de que lo hubiera desarmado. Que no le hablaran de
acciones, ni de bonos del Estado, ni de inteligencia artificial con que en la
caja verde hubiese dinero a fin de mes y en la caja roja no descansara ninguna factura,
todo iba bien.
© Marieta Alonso Más
No hay comentarios:
Publicar un comentario