Aunque nadie lo sabía, era un triceratops,
un género de dinosaurio extinguido hacía millones de años. Y surgió de las
cavernas de la nada, no se supo de dónde ni cómo —no les dio tiempo a
preguntárselo—, un día soleado en el que los habitantes de aquella tierra, formada
por diecisiete tribus, vivían en tranquilidad. Entre ellos tenían sus diatribas
y sus problemas, sus enfrentamientos y dificultades, sus más y sus menos, pero
reinaba la paz, una paz dulce y serena que habían conseguido y mantenían tras
muchos años de zozobras.
Y el monstruo apareció deseoso de
engullir todo lo que se le pusiera por delante, ansias de poder, deseo de
exterminio, hambre de destrucción, anhelo de apoderarse de todo y de todos, de
sus cuerpos, de sus vidas, de sus pensamientos, de sus almas. Y empezó su
furioso ataque contra aquello que se le enfrentara, sin importar el qué, ni el
cómo, ni el dónde. Y así, sin que nadie en un principio se percatara ni
albergara el más mínimo recelo, inició un terrorífico período de destrucción.
Las diecisiete tribus, tan
desquiciadas como sorprendidas por los inesperados acontecimientos, empezaron a
temblar, a descabalarse y a pelear unas contra otras con saña.
El horrendo dinosaurio —la sonrisa
en los labios y la maldad en todas las fibras de su ser— fue apoderándose de
las tribus una por una, despacio, sin prisas, mientras sus habitantes se
desangraban en luchas internas, sin comprender que el simple hecho de estar
unidos habría evitado la catástrofe, que todos ellos juntos habrían terminado
fácilmente con el monstruo y que la unión habría hecho la fuerza y no al
contrario. Lo entendieron demasiado tarde.
Finalmente, el horripilante dinosaurio
impuso su voluntad y su ley desgarrando cuerpos y almas, y acabando con todo lo
bueno que existía, y de aquella tierra, serena y tranquila en otros tiempos,
solo quedó el recuerdo.
©Blanca
del Cerro
#CuentosparapensarBlancadelcerro
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