La llegada del paquete sorprendió a Amalia. La caja reposaba en medio de la mesa de la cocina, envuelta en papel de estraza. Pesaba. Le había costado depositarla ahí y ahora miraba el remite para tratar de averiguar de dónde vendría y de quién podía ser.
No reconoció el nombre del remitente y el lugar de origen era Lisboa. No entendía nada. Un incierto temor le impidió desgarrar el papel. Lisboa. Recordó un inolvidable viaje, en esa edad en el que el mundo está aún por descubrir y las emociones te empujan a esperar maravillas de la vida. Se preparó una bebida y recostada en la silla siguió mirando el paquete. Una cascada de recuerdos empezaron a inundarla, recuerdos que había encerrado durante años con una voluntad feroz y un resultado aceptable.
Tras un largo suspiro, se dejó llevar con cierta dulzura por ese camino de la memoria que había decido ignorar durante mucho tiempo. Las imágenes de las jacarandas en flor de esa primavera pintaban de malva las calles de la ciudad. Subir y bajar las cuestas para ella era casi una diversión, aunque no tanto para Perico, que la seguía con el embeleso del enamorado. Y la brisa de olor marino impregnaba la ciudad. Lisboa.
—Eres un regalo inesperado—recuerda que le dijo él—. Nunca confié en que los dioses pudieran ser tan generosos conmigo.
Se sintió como una deidad ingenua y caprichosa bajo su devota mirada. En ese momento la diferencia de edad, más que una dificultad era un acicate. La vieja historia de Pigmalión. A ella, su cultura, el saber hacer y la seguridad que mostraba, la llenaron de una confianza en la que parecía que nada podía quebrarse.
Una tarde, estaban viendo anticuarios apareció en un escaparate una preciosa licorera que a Amalia le entusiasmó. Él confesó que su madre, a la que él adoraba, tenía una muy parecida y que le haría mucha ilusión que ella tuviera esta casi idéntica. Sería una bonita manera de unir extremos y momentos de la vida. Una especie de puente, afirmó, mientras daba las señas del hotel.
Al llegar, había en el hall un señor de la oficina de Perico en Lisboa. Su mujer había tenido un accidente y estaba en coma, le comunicó con seriedad y la mirada baja. Ella notó al alejarse los ojos curiosos de aquel hombre clavados en su espalda. Ese momento devolvió a Amalia a la realidad. Tuvo conciencia del engaño en el que se había instalado arrastrada por dulces promesas de futuro y bondades del presente. Pero la realidad era que él estaba casado y tenía dos hijos. Fin de la historia. Perico se quedó trastornado y pidió billetes para volver lo antes posible. Ella decidió que se quedaría unos días más.
Cuando le vio marcharse, en una madrugada grisácea en la que todo el esplendor de esa primavera parecía haberse concentrado en negarlo, supo que ese iba a ser un adiós definitivo. A lo largo de la mañana llegó el paquete con el regalo, envuelto en una caja más sofisticada que esa que tenía delante, pero de unas proporciones parecidas. Ordenó que la devolvieran.
No quiso saber más de él. Nunca respondió a sus llamadas y evitó los posibles lugares de encuentro. Se enteró que al cabo de unos años se había casado con una joven y se alegró, aunque un velo de decepción tiñó la noticia. Amalia siguió con su vida, se casó, tuvo hijos, trabajo y todos esos dones que conforman una vida normal. Aprendió a aplastar los deslumbramientos vividos como una etapa concluida de su juventud. También aprendió que el tiempo es buen compañero para aplacarlos y fue una mujer razonablemente feliz.
¡Y ahora este paquete! Con mano insegura empezó a quitar el papel y cada tira que arrancaba le devolvía un ardor olvidado, una sonrisa que se iba llenando de imágenes alegres, igual que cromos conservados en un antiguo álbum. Efectivamente, apareció la licorera. La abrió con cuidado y surgieron las copas y las botellas como un dorado jardín de la memoria. En el sobre que había dentro, un protocolario tarjetón, le comunicaban que la voluntad de don Pedro era que ese objeto fuera para ella.
Llamó a su hija y le ofreció un regalo muy querido.
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