Tengo
diez años y sirvo en una casa grande.
No siento
pereza para levantarme temprano. Dejo tan reluciente la cocina que se puede
comer en el suelo. Friego los cacharros y los dejo tan brillantes que me puedo
ver ellos, luego lavo, seco, guardo platos y vasos en la alacena. Mientras trabajo
no pierdo detalle de cómo prepara la comida la única persona que me quiere
aquí. Voy a ser como ella: la mejor cocinera del mundo. De momento soy su
ayudante. Una aprendiz.
Y
digo que me quiere porque repite a todas horas: que para aprender, lo primero
es estar alimentada. Soy la última en sentarme a la mesa y al quedarnos solas
me da doble ración y un vaso de leche. No engordo porque estoy creciendo.
Mi
mamá me trajo hace dos años, en un viaje muy largo a esta casa tan bonita. No la
dejaron pasar de la puerta, le dieron un sobre, me dio un beso, me miró a los
ojos, cerró los de ella, me abrazó y dijo: adiós, mi niña.
No ha
vuelto. Pensará que aquí soy feliz. No sabe que la echo mucho de menos. No sabe
que el hijo de la señora me llama su amiga, ni que le gusta sobetearme, ni que anoche
me hizo mucho daño.
Si mi
mamá supiera todo esto ya habría venido en mi busca.
©
Marieta Alonso Más
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