La mañana que Aurora abrió la puerta del cuarto de su hija y comprobó que los armarios estaban medio vacíos y la cama sin deshacer, se sentó echando una mirada alrededor y con los dedos cruzados, murmuró. “Suerte, hija”. Y dio un suspiro.
Al salir de la habitación, simuló un gesto compungido, casi horrorizado, al comunicar a esos dos la desaparición de Elena. Se había llevado la ropa, el pasaporte no estaba. Ni el cepillo de dientes. Después de gritarle que no dijera tonterías, el padre seguido del hijo, que cada vez imitaba con más precisión los modos violentos y antipáticos de su progenitor, aseguraron que ella debería saber dónde estaba.
—No se te ocurra engañarme si tienes alguna idea de lo que ha podido pasar —gruñó su marido con los ojos inyectados.
Aurora se levantó del sofá y dijo que iba a preparar café. ¿Cómo podía creer ni por un momento que era capaz de ocultarle algo a él?
—Por Dios, Germán, no pierdas la cabeza esta vez —suplicó llorosa.
Padre e hijo organizaron un terrible revuelo. Con las caras descompuestas llamaron a hospitales, policía, al trabajo de Elena, amenazándoles, como si tuvieran la culpa de su desaparición.
—Y tú, mujer, haz algo —bramó el marido—. Parece que te ha dado un aire. No seas tan inútil, carajo.
Su padre tenía razón, por qué no iba a preguntar a las vecinas o a las amigas, a lo mejor podían tener alguna idea de su paradero. Demasiado tranquila la veía, aseveró el hijo poniendo un gesto de despectiva duda tan parecido al que exhibía Germán. Alguien tendrá que conservar la calma, contestó Aurora en tono reflexivo. Y el hijo se calló. No era mal chico, pero le faltaba caletre para desprenderse de los aires de matón aprendidos en casa. Y por un momento Aurora vio una luz de desconcierto en sus ojos.
—Ahora voy, en cuanto haga el café empiezo a preguntar —le apretó el antebrazo—. Tranquilízate, que con uno disparado ya tenemos bastante.
Y mientras ponía los filtros de la cafetera rezó en voz baja por su hija. Por su querida y rebelde Elena. Le tembló la mano al echar el café. Hoy seguro que le saldría mal, y el otro, seguro, que protestaría por su torpeza. Mi querida Elena, que San Cristóbal te proteja, que encuentres bien las conexiones, que la Virgen del Camino te acompañe…
—Pero qué carajo resoplas, en vez de estar ya llamando —la presencia de Germán en la cocina apagó la suave luz de la mañana de abril que se colaba entre los visillos—. Vamos, qué lenta eres, ya está llegando la policía.
Sirvió el café al sargento, al que conocía desde hacía años y este prometió que haría todo lo posible. Ya sabía del cariño que tenía a su familia y la miró con ternura.
—Son muchos años de conocernos, Aurora.
El padre interrumpió exigiendo que se pusieran en marcha ya, las cuarenta y ocho primeras horas eran básicas. Y a la mujer, que se fuera a preguntar, a intentar saber algo. Aurora se puso un pañuelo a la cabeza, una gabardina y salió. Fue a la estación de trenes a mirar los horarios y calculó que podía haber sido en el de las veintiuna treinta, el nocturno. Se llenó, ahora sí, de angustia, al pensar si se habría encontrado con Paul, un viejo y buen amigo. Dio un paseo por la alameda para tranquilizarse y retrasar el regreso a casa.
Al entrar en ella, vio el dispositivo que había organizado Germán. Ante un mapa desplegado sobre la mesa del comedor, daba gritos por el teléfono, calculaba posibles rutas, preguntaba si habían soltado a alguien de la cárcel. El hijo iba y venía obedeciendo a sus demandas, una cerveza, otra para el cabo de la Guardia Civil, no, que estaba de servicio. Que no fuera flojo y él también se marchara a preguntar en la discoteca del pueblo y a los chicos que podían conocerla. Vamos, que no fuera tan ineficaz como su madre. Arrea y trae algo consistente. Algo que nos sirva.
Aurora confirmó que nadie sabía nada. Las amigas se quedaron horrorizadas cuando se lo preguntó, en el trabajo estaban sorprendidos, y nadie la había visto la noche anterior.
¡Qué inutilidad de mujer!, resopló Germán. ¿Al banco no se le había ocurrido ir?, preguntó de mal modo. No, claro, a la señora no se le ocurría. Pues que supiera que había desaparecido dinero de la cuenta. ¿De verdad?, la cara de sorpresa de Aurora era convincente. Y una sonrisa se instaló en sus ojos.
Los días pasaron entre gritos, esperanza y desesperanza, noticias confusas y vio cómo su marido se iba achicando, igual que si un peso invisible le fuera bajando los hombros. Por primera vez sintió cierta piedad por ese hombre.
Cada dos días Aurora iba a Correos. Había abierto un cajetín, el 356, fecha del nacimiento de Elena, el tres de mayo del 2006. Y al cabo de diez días, por fin apareció la postal en la que salía la librería de Paul en Limoges. Su hija ya estaba a salvo.
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