Penumbra.
El único hilo de luz llega desde la ranura de la ventana. La cama
deshecha, la almohada por los suelos. El espejo con su marco labrado lo observa
todo, guarda las imágenes. Es discreto y ante su presencia nadie se inhibe,
porque no critica, no aconseja.
Se
cepilla su pelo teñido de rubio frente a ese espejo que le devuelve una imagen
cansada, con ojeras. El ritual del bidé ya lo ha hecho. La pomada grasa y
pastosa la extiende por algún que otro cardenal. Se levanta despacio, con una
mano tira al suelo las sábanas con manchas blanquecinas. Busca sábanas limpias
y tiende de nuevo la cama. Se
deja caer.
Ocho
horas después se levanta como nueva. Llena de energía. Pone la lavadora. Arregla
la habitación, quita el polvo, trapea los suelos. Cuelga la ropa. Hora de comer.
Abre el frigorífico y se prepara en un santiamén un buen plato de comida con
todas las sobras. Cuenta el dinero. Separa en sobres distintas cantidades. Esconde
el dinero. Se va al supermercado de la esquina. Regresa
a casa. Coloca la compra.
Ya tiene de nuevo el frigorífico lleno. Plancha. Arregla el
armario. Prepara un tentempié. Se sienta delante del espejo, se maquilla, se
viste.
A
… trabajar.
©
Marieta Alonso Más
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