Esta tarde me asomé a la
ventana junto a mi abuela.
Todo era quietud, silencio. Enfrente
otra anciana miraba la calle desierta. A su lado una niña y una muñeca con los
rostros entre los barrotes de su terraza. Llamaron mi atención:
‒¿Quieres jugar conmigo?
‒grité.
‒Vale ‒y bajó la cabeza como
avergonzada.
Mi abuela abrió la puerta de
cristales del salón. La abuela de la niña hizo lo mismo. Y las dos nos sentamos
en el suelo de la terraza de cada una. Me presentó a su muñeca, se llama Hada y
yo le señalé a Micifú, el gato más arisco del mundo y a gritos le conté que esa
mañana había cazado un ratón y se lo había comido. El minino levantó la cabeza
sabía que hablábamos de él.
Ella estaba triste, pero me
abrió su corazón y explicó que su mamá y su papá, ayer, se habían ido a
trabajar a Francia y que estarían allí siete meses, unos doscientos catorce
días más o menos. Tenía un calendario y había marcado cada día con un círculo, por
ese motivo, había venido a vivir con la abuela. Yo le dije que mis padres se
habían ido al cielo, para siempre, pero que desde allí nos cuidaban a mi abuela
y a mí. Y todas las noches le contaba a la foto de boda que tenía en mi mesita
de noche lo que había hecho durante el día.
—Y tú ¿apareces en ella?
—No. Yo aún no había nacido.
—¡Ah! —se asombró mi amiga— entonces
no pudiste comer pastel.
Mientras tanto las abuelas y vecinas,
primero se saludaron, luego hablaron del tiempo tan agradable, que la primavera
había llegado sin avisar y de repente llegaron a una feliz conclusión, que bien
podrían ir al parque para que nosotras jugáramos, mientras ellas conversaban de
sus cosas.
Desde entonces por las
mañanas vamos al colegio y todas las tardes salimos de paseo. Nunca me he
sentido tan feliz.
© Marieta Alonso Más
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