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viernes, 19 de julio de 2024

Liliana Delucchi: El tesoro escondido

 


La puerta del salón se abre dejando entrar una corriente de aire.

—Aquí estáis, mis chiquitines —la voz de Carlota hace que los cachorros abandonen la ventana y se acerquen a la joven—. ¿Qué estabais escudriñando a través del cristal? ¿No os gusta el nuevo jardinero?

Carlota se sienta en un sillón y da unos golpes a los almohadones llamando a los mellizos, que de un salto se arrebujan junto a ella en espera de sus caricias.

—Os he traído golosinas. A ver, Guido, esta para ti. No tragues tan rápido que te hará mal. Muy bien, Natasha, así me gusta. Despacio, despacio.

El sonido de unos pasos sobre la madera hace que los cachorros salten del sillón. Ya están en su cesta cuando la voz ronca de doña Matilde irrumpe en la atemperada habitación.

—Te estaba buscando.

—He venido por un libro que me he dejado, tía.

—Y a malcriar a tus perros.

Sin responder al comentario de la señora mayor, Carlota se acerca a la biblioteca y coge un ejemplar para dar veracidad a sus palabras, mientras doña Matilde recorre el salón pasando el dedo por los muebles en busca de alguno que no fuera limpiado a conciencia.

—¿Crees que tu hermano nos honrará con su presencia estas navidades?

—No lo sé, tía. Dependerá de sus exámenes. Posiblemente venga para Reyes.

—A buscar su paga, seguramente.

Carlota aprieta los labios para no responder. ¿Cuánto tiempo más tendrá que permanecer en esa casa? Álvaro le prometió que el año que viene ya no estaría allí, que está ahorrando dinero con sus trabajos temporales fuera de la universidad, que la rescatará. Pero, ¿será suficiente con lo que tiene y el capital del fideicomiso que les dejó su padre? Este último no es demasiado.

—Comeremos en una hora. Asegúrate de que esos chuchos permanezcan aquí, no quiero verlos soltando sus pelos por toda la casa—. Gruñe Doña Matilde antes de abandonar la habitación.

La joven se acerca a la cesta donde están sus cachorros, se tumba en el suelo junto a ellos y siente la respiración cálida de los animalitos en su cuello. Gracias, queridos, susurra, si no fuera por vosotros me moriría en este mausoleo oscuro y frío.

Cuando se marcha al comedor, no es consciente de que no es la única que abandona el salón. Los mellizos se escabullen y parten al jardín.

—A nuestro rincón no irá el nuevo jardinero, solo se ocupa de las flores, la zona que elegimos es de matorrales —comenta Guido.

—He conseguido un poco más —dice Natasha— Son las vueltas de la compra que la cocinera ha dejado sobre la mesa.

—Y yo abrí el bolso de «la Matilde» y le quité unos billetes. Pero, escarba, escarba. Hemos de guardar antes de que se den cuenta de que hemos salido.

—¿Tendrán suficiente para marcharse? Si Álvaro viene para Reyes, todavía están las navidades para conseguir más— respira agitado mientras sus patas se hunden en la tierra— Seguro que las visitas traerán joyas y alguna otra cosa que podamos coger.

—Esperemos. Y ahora, al salón, a nuestra cesta.

Antes de que oscurezca, Carlota, como todos los días, sale al parque con sus cachorros. Es el mejor momento de la jornada, cuando a solas con ellos siente en sus pulmones el aire fresco del invierno. Respira profundamente antes de correr detrás de los animalitos. Los ve dirigirse a una zona de matojos donde aún no se ha derretido la escarcha de la mañana.

 —¿Dónde vais? Esperadme.

Cuando llega a una zona cubierta de retamas desnudas, descubre a Guido escarbando la tierra; Natasha la llama con suaves ladridos y la joven, curiosa, se acerca para ver qué están tramando.

Las patas de los cachorros han dejado al descubierto un agujero que contiene una caja que la joven reconoce como la de las galletas de los perros. ¿Cómo la han traído hasta aquí? ¿Quién los ha ayudado? Cuando levanta la tapa descubre una considerable cantidad de dinero. La cierra y vuelve a cubrirla con tierra; su mirada interroga a los mellizos que, sentados a sus pies, menean la cola.

—¡Vámonos! Ya volveremos más tarde.

Durante la cena la tía Matilde le pregunta a qué se debe su prolongado silencio, ella pretexta dolor de garganta y se excusa para dejar la mesa sin tomar el café. Cuando Carlota oye los pasos del personal retirarse a sus habitaciones, decide ponerse el abrigo sobre el pijama y resolver el misterio de esa tarde.

No llega sonido alguno de la casa dormida, y en la profunda oscuridad del jardín oye, de vez en cuando, un secreto susurro de ramas, como si un pájaro nocturno las rozara. En un momento dado le parece escuchar unos pasos procedentes de la calle y retrocede contra el rincón donde se halla; pero los pasos mueren (o eso cree) en la distancia y dejan un silencio más profundo.

Es entonces cuando los faros de un coche iluminan la reja de entrada. ¡Es Álvaro! Corre a abrirle con el dedo sobre la boca pidiendo silencio. Su hermano desciende del coche y como dos fantasmas se acercan al tesoro escondido.

—Ve a buscar a los cachorros. Yo me ocupo de coger la caja y dar la vuelta al coche.

Carlota corre hacia la casa. Al acercarse ve a sus mascotas mirando desde detrás del cristal. Con sigilo abre la puerta del salón, coge la cesta con sus juguetes y les indica que la sigan. Envueltos en la clandestinidad de la noche vuelan más que caminan los tres hasta el coche. Álvaro ya tiene el motor encendido y parten los cuatro para no volver.

© Liliana Delucchi

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