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sábado, 13 de julio de 2024

Malena Teigeiro: La espera

 


El día en que acompañado por sus padres, Tomás fue a la perrera y los recogió, los dos tuvieron la certeza de su mucha suerte. Aunque su madre protestara, desde la primera noche los tres durmieron en la misma habitación. Durante el día, el niño jugaba con ellos en el jardín. Incluso cuando estudiaba sentado a su mesa, les tiraba una y otra vez una pelota que ellos recogían y dejaban de nuevo encima del tablero. A los canes les gustaba su rutinaria vida: Sonaba el despertador, se levantaban los tres, él corría a abrirles la puerta del jardín… Y siempre, siempre, antes de que el autobús del colegio se detuviera delante de la casa, tenía unos minutos para jugar con ellos. Luego, lo miraban irse. Ellos moviendo el rabo y él agitando la mano desde detrás de la ventanilla. A partir de entonces, los dos andaban por la casa dormitando sobre los cojines o sobre las mantas que la madre de Tomás colocaba al pie de los sofás. Y así, hasta que se acercaba la hora en que el niño iba a llegar. Entonces era cuando de nuevo, lo esperaban detrás de os cristales, allí, en el mismo sitio en que lo despidieron. Y luego, al entrar en la habitación, mientras se quitaba los zapatos, a veces divertido, otras enfadado, casi siempre sin darle ninguna importancia, les contaba lo sucedido durante el día.

Así fueron pasando aquellos años en los que todos en la casa parecían ser felices, hasta que llegó el día en que Tomás terminó el colegio y con sus rizos de niño, entró en la universidad. Fue entonces cuando su padre se marchó. Ellos que percibieron su disgusto, intentaban distraerlo con sus juegos. Lo cierto fue que pocas veces lo consiguieron. Sin embargo, y a pesar del abandono de su padre, hubo algo que nunca cambió: Tomás seguía contándoles sus cuitas, sus deseos y avatares.

Tiempo después, los dos, pensando en cuando comenzó todo, llegaron a la conclusión de que un par de años antes de que dejara de ir a la universidad, algo había cambiado en su amigo. Como siempre, él seguía atravesando cada tarde el jardín, sin embargo, dejó de llamarlos para jugar. A Tomás, Tomi, como le llamaba la chica con la que salía, ahora también le gustaba la noche. Y poco a poco, su olor a infancia, a cacao y mantequilla, cambió y lo mismo que su amiga, comenzó a oler a tabaco y alcohol. Lo cierto era que ambos arrastraban un perfume a vino, a algo espeso que nunca lograron descifrar. Preocupados percibieron que su mirada carecía ya de su infantil alegría, y su rostro de joven deportista se había afilado, incluso había perdido el lustroso moreno de andar siempre al aire libre. Sin embargo, ellos seguían esperándolo desde detrás de los cristales. Pero ya no volvía al atardecer. No. Ahora lo hacía de noche, muchas veces con las luces de la mañana. Inquietos, desde su puesto de vigías lo veían atravesar el jardín dando tumbos. Y aunque ya no les arrojaba la pelota ni los acariciaba, al escuchar el ruido de la puerta al abrirse, ellos seguían corriendo a su lado.

Sin embargo, ya no lo despertaban lamiéndole la cara como siempre hicieron, porque su baba era amarga, y el agrio sudor les repelía.

Aquella mañana los despertaron los sollozos de la madre de Tomás. Poco después escucharon a su padre, al que hacía tiempo no habían visto. El hombre entró en la casa enfurecido. También aparecieron sus primos, que con el rostro alelado, esperaban sentados en el sofá del salón debajo del cual ellos solían esconderse. Uno, creían que fue el que llamaban Jorge, los descubrió y comenzó a acariciarlos entre las orejas. Y también llegaron muchos amigos, y muchas flores.

Luego, desaparecieron todos.

Y ahora que el olor a flores se ha desvanecido, y la casa vuelve a estar en calma, como siempre a media tarde vuelven a esperarlo desde detrás de los cristales. Y seguirán haciéndolo. Confían en que al menos su sombra volverá a atravesar el jardín.

© Malena Teigeiro

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