Las sillas del salón de la abuela eran altas. Tanto que nuestros pies no llegaban al suelo. Allí estábamos, mis hermanas y yo, aún vestidas de luto, sentadas una junto a la otra y con las manos enguantadas sobre la falda.
—Déjame a solas con mis nietas —ordenó a la tía Amanda.
Cuando la puerta se hubo cerrado, la anciana nos miró, se detuvo unos segundos en el rostro de esas tres niñas desoladas y temerosas ante la majestuosidad de una señora de negro a la que no habían visto en mucho tiempo.
—Es una buena mujer —dijo señalando con la cabeza el lugar por donde había salido su hija menor—, pero una idiota de la peor especie, con la misma incontinencia que la genialidad. Por eso seré yo quien se haga cargo de vuestra educación. ¿Lo entendéis?
Asentimos con la cabeza mientras ella estiraba un poco su vestido reacomodándose en el sillón. Antes de continuar, se demoró en un silencio que a nosotras nos dio miedo.
—Vuestra madre sí que era inteligente. Con un espíritu libre que ya hubiese querido tener yo, pero vivimos en épocas diferentes.
Haciendo uso de su bastón se puso de pie y caminó hasta el piano, cogió una foto en la que estábamos mis padres y nosotras, la besó y desde su considerable estatura, a pesar de sus años, hizo un amago de sonrisa.
—Vuestro padre también era inteligente. Y culto; con un sentido del humor sutil y perspicaz. Por eso ella se enamoró. No lo dudéis: se amaban profundamente.
La vimos avanzar hacia nosotras. Creo que todas teníamos ganas de llorar, de gritar, de pedir auxilio, pero no lo hicimos. Nos mantuvimos inmóviles y calladas, a la espera de que dictaminara nuestro destino. Un destino que ella dibujaría.
—Un internado no es opción. Allí envié a mis dos hijas y los resultados fueron nefastos, a pesar de la buena reputación del mismo —lanzó un suspiro al aire antes de continuar—, pero como aprenderéis a lo largo de vuestra vida, la reputación es una vana y engañosa impostura que muchas veces se gana sin mérito—, acercándose a una mesa baja, hizo sonar la campanilla.
Por fin pudimos bajar de los aparatosos tronos para acercarnos a la mesa a tomar el té. Las tres en silencio, escuchando lo que la anciana había planificado para un futuro que veíamos incierto.
—Tampoco tendréis institutrices. Ni vuestra madre y tía las tuvieron. Ellas, después del internado fueron a colegios, como lo haréis vosotras —cogió un scon y, mientras lo untaba con mermelada, nos guiñó un ojo—. Es deliciosa, me encanta la de naranja amarga, obra de Serena, la cocinera. Si tenéis alguna preferencia en cuanto a comidas, podéis pedírsela.
¿Decidir? ¿Podíamos decidir lo que queríamos comer? Después de lo vivido y escuchado hasta el momento nos parecía extraño. A través de los años descubriríamos cuán erradas estuvimos con aquella primera impresión de la tarde posterior al funeral.
Esa misma noche, cuando nos habíamos acostado en una habitación colorida y perfumada, todavía con la sensación de estar en un mundo extraño, se abrió la puerta y apareció la abuela. Después de preguntarnos si estábamos cómodas y a gusto, se sentó en una butaca y nos leyó un cuento. Adormilada, sentí su caricia, un beso en mi frente y las palabras que quedarían en mi memoria para siempre: «Mis queridas reinas magas, yo seré vuestro ángel custodio.»
Y lo fue. Cuidar de nosotras, de nuestro desarrollo intelectual y sensitivo, del bienestar físico de unas niñas temerosas y afligidas por su orfandad, había sido la promesa hecha ante el féretro de su hija. Lo cumplió. Nos dedicó el resto de su existencia, que creo estiró todo lo que pudo, para no dejarnos antes de estar preparadas para la vida.
A pesar de lo que dijo aquella aciaga tarde después del velorio, a la tía Amanda le permitió formar parte de nuestra niñez y adolescencia. Con ella íbamos a la peluquería, de compras y bailábamos en su salón los últimos ritmos que llegaban a esa casa que una vez nos pareció sombría y que se transformó en un jardín de rosas.
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