Me gustan los animales. Lo juro. Hasta los de dos patas. Pero
con las ardillas tengo un problema, las hay de todos los tipos: burlonas,
serias, juguetonas…
Las del parque de mi casa suben y bajan por los árboles con
una agilidad pasmosa, algunas se han sentado en mi ventana a ver la televisión
y el otro día vi a una esperando que se pusiera rojo el semáforo para atravesar
la calle. La cola les sirve de timón.
Su alimento preferido son las nueces, pero la que se piensa
que yo soy su padre come bayas, insectos, alpiste, rosetas de maíz, hasta la he
visto saborear mis pastillas para la tos.
Me dijeron que les gustaba la música, pero la que me tiene en
un sin vivir no se conmueve ni con Mozart, lo que le gusta es molestar a mi perro
Lupus, a mi gato Tigre, a mi canario Kraus. Pasa corriendo junto a ellos, se
trepa al árbol más cercano y desde allí se burla de sus ladridos, maullidos y
trinos.
Cuando salgo a la calle me sigue saltando de rama en rama. Y
eso que antes de abrir la puerta, por la ventana, compruebo si está por los
alrededores. Tiene que tener un escondite secreto desde el que me vigila. Pues
por muy sigiloso que ande: ¡de pronto!, salta la ardilla.
Desesperado me senté en el parque y hablé al árbol más
frondoso. Sabía que estaba allí.
A ver, Petigrís, vamos a ser sensatos. Si quieres vivir en mi
casa, tienes que ser amigo de quienes ya vivían en ella antes de que
aparecieras. Esta familia forma un equipo. Si te sientas a mi lado es que
aceptas mis condiciones. Si no te interesa, aléjate. Y la muy cuca se sentó, me
miró con cara de buena persona y le guiñó un ojo a Lupus y el otro a Tigre. No
sé lo que pensará Kraus de la nueva adquisición.
© Marieta Alonso Más
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