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lunes, 29 de diciembre de 2025

Cristina Vázquez: Regalo inesperado

 


Las ausencias de su padre a veces eran largas. Cuando era pequeña Elisa no podía calcular el tiempo que duraban. La medida se la daba sobre todo la expresión de inquietud o alegría de Catalina, su madre.

—Ya vuelve, ya vuelve —comunicaba la mujer llena de ilusión.

Los tres hermanos se sentían inmersos en la bonanza y fiesta que precedía su llegada. Además, siempre regresaba con regalos para ellos, novedades y aventuras que había vivido. Todos sentados a su alrededor, como en una estampa clásica, el hombre contaba y contaba mientras los pequeños le urgían a preguntas. Despertaba en ellos unos sueños que les hacía más fácil el menguado vivir que tenían en ese piso del ensanche de una ciudad industrial. Y olvidaban la expresión de dureza o desaliento de la madre, que salía a trabajar desde muy temprano al puesto de envasadora que tenía en la fábrica de conservas.

Elisa era la mayor y se tenía que ocupar de los dos niños pequeños. Pasados muchos años recordaba con emoción el tacto áspero de la madre sobre su cara antes de irse.

—Ya es la hora —le susurraba para despertarla—. Todo está listo para los chicos y para ti.

Que se portaran bien, cuando volvieran del colegio les estaría esperando, y como un pequeño ensalmo de disculpa, le repetía que todo iba a ser más fácil cuando estuviera de vuelta su padre. Aunque la besara con rapidez, retenía como una especie de escudo protector, su olor a jabón fresco que se escapaba del pecho de esa mujer alegre y dispuesta.

Agustín, el padre, era artista. Trabajaba en una compañía de varietés. Nunca fueron a verlo porque nunca trabajó en esa ciudad, lo suyo era más el ir por los pueblos o ciudades pequeñas. Tampoco sabían muy bien cuál era su arte. Lo que demandara la compañía, afirmaba con su hablar fino y elaborado. A veces tenía un papel principal, sugería ufano. Otras, en cambio, tenía que adaptarse al papel demandado y al decirlo separaba las silabas con énfasis.

—Eso era pertenecer a una compañía —afirmaba rimbombante—. Estar dispuesto a lo que hiciera falta.

 La mirada de la madre era de embeleso. Iba bien trajeado y aunque viniera con ropa para lavar y planchar, a la mujer no parecía importarle el trabajo y ajetreo que provocaba su presencia. Siempre tenía una palabra de agradecimiento, una broma o piropo en la boca. Alguna vez aparecía a la hora de salida de la fábrica a recoger a su mujer, vestido de traje y corbata. La madre reventaba de orgullo de que vieran lo educado y elegante que era su marido.

Cuando volvía, arrastraba una elegante maleta de cuero que un empresario de tronío le había regalado, de la que salían los regalos. Era como un mago. La colocaba encima de la mesa, la abría, y todos se situaban enfrente sin poder ver el contenido. Él, con movimientos exagerados, hacía aparecer los objetos como si se los sacara de la manga. A veces los obligaba con un truco a mirar hacia arriba, mientras deslizaba por debajo de la mesa el tren deseado, el chal para la madre o los guantes para Elisa. Era una fiesta.

Esos días felices, el padre los esperaba a la salida del colegio para ir luego a merendar, alguna tarde al cine y la madre, aunque seguía madrugando para ir a trabajar desde bien temprano, parecía florecer bajo la sonrisa, la amabilidad y la gracia de ese marido que les entretenía con anécdotas e historias.

Cuando llegaba el momento de irse, la casa parecía llenarse de luto. Se despedía Agustín con auténtico dolor y dejaba un sobre con algunos billetes, aunque no siempre, según hubiera ido la temporada, se dolía. Y en sus vidas empezaba otra vez la rutina con un tono más amortiguado, más cansino, recordando lo que les había contado y con la ilusión de que en vacaciones se los llevaría a algún sitio cerca del mar. Iba a ser estupendo.

La última vez pasaron muchas semanas sin tener noticias de él. Entonces las comunicaciones no eran tan buenas. La madre empezó a inquietarse hasta que un día llegó un papel amarillo para que fuera a recoger un objeto a la consigna de la Estación del Este. El hombre que la atendió la hizo pasar a un pequeño almacén para que recogiese el bulto, que resultó ser la maleta. Menos mal que aquel señor la sostuvo por el codo, pues creyó que se iba a caer al suelo. Cogió la valija sin entender lo que estaba ocurriendo y pensó que algo horrible le había pasado a su marido. Después de reponerse, le chocó lo poco que pesaba. Al salir del almacén vio como una mujer, en la que apenas se había fijado, se acercaba a ella con paso rápido y una mirada encendida.

—Así que tú eres la otra —le espetó despectiva—. Menuda decepción.

E hizo el ademán, ante la sorpresa de Catalina, de quitarle la maleta.

—He venido todos los días para ver quién era la que recogía la maldita maleta que le regalé.

© Cristina Vázquez

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