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martes, 12 de agosto de 2014

Marisa Caballero: ¡Lo que saben las piedras!





Después de varias horas pateando la ciudad de Bolonia, ya no me quedaba más remedio que descansar. Mis pies se negaban a continuar y la espalda necesitaba un lugar donde apoyarse. Me encontraba visitando una exposición en el Palazzo del Podestà, construido a comienzos del siglo XII, para llevar a cabo las funciones públicas y como sede del podestà y sus funcionarios, llamado  en su momento “Palatium Vetus” (Palacio Viejo) empleado como sede del Tribunal y posterior Ayuntamiento, por lo que decidí salir al pórtico, y “sufrirme”, como decían los antiguos bajo el Voltone del Podestà  donde se yergue la Torre dell'Arengo, cuya campana avisaba al pueblo de acontecimientos extraordinarios.

         Allí, en ése pórtico de cuatro columnas,  que sustentan las imágenes en terracota de los santos protectores de la ciudad, San Petronio, San Prócolo, Santo Domingo y San Francisco, apoyé mi dolorida espalda en el ángulo de una de ellas, y sorprendida escuché a las piedras. Múltiples susurros llegaban a mis oídos, no podía creerlo, miré a todos los lados y me encontraba sola. Debía ser el cansancio, pero los susurros se fueron transformando en conversaciones, al fondo se oían trompetas, tambores y un gran vocerío, ¿que era aquello?

         Las dudas comenzaron a resolverse, alguien gritó:

-         Ya se ve a don Carlos atravesar el puente de madera.

Puente que unía el Palazzo Pubblico, donde estaba alojado el emperador, con la iglesia de San Petronio, para que todo el mundo pudiese ver el paso de su cortejo.

Se oían comentarios sobre lo bonitos que eran los trajes multicolores. Carlos V iba ricamente vestido y en su cabeza la corona de hierro, llevando el manto el conde de Nassau, camarero mayor del emperador, y le precedían los duques de Saboya, Urbino, Baviera y el Marqués de Monferrato quienes portaban las insignias imperiales, que ciñeron todos los Emperadores del Sacro Imperio desde Carlomagno. La corona de oro, la espada y el cetro. Luego se oyeron gritos, quejidos y un fuerte ruido, la pasarela se hundió, afortunadamente para el séquito no ocurrió nada, pero no fue así para los que se encontraban debajo de la pasarela, murieron tres personas y hubo numerosos heridos.

         No podía creer lo que me estaba ocurriendo, allí desde un pequeño rincón, alguien estaba contando la ceremonia de coronación de Carlos V y yo, la estaba escuchando.

         Contaban cómo se había transformado la Basílica de San Petronio, ya que se había puesto un decorado para que se asemejara a San Pedro de Roma, y añadían que debido al Saco realizado por las tropas imperiales, que habían mantenido al Papa prisionero en Sant’Angelo. No convenía recordarlo. Esa era la causa por la que no se podía celebrar allí. Se mofaban del orgullo herido de los ambiciosos cardenales. A Clemente VII le preocupaba más la restauración de los Médici en Florencia, su familia, que los acontecimientos romanos. El emperador le había facilitado un ejército imperial para someter la ciudad, y poner fin a la república florentina. Había acordado con el Emperador casar a su hijo natural Alejandro de Médici (habido de su relación con una sirvienta negra), con la hija natural del Emperador (de su relación con Johanna, criada flamenca del señor de Montigny). Parece ser que ésta relación fue anterior a su matrimonio.

         Los cotilleos siempre han existido. Mientras escuchaba y esperaba la coronación, la salida bajo palio del Papa y Emperador, los fuegos artificiales, el eco de la historia retumbaba en mis oídos. Las cuatro columnas bajo el Voltone no estaban solas, alguien en otro idioma hablaba a su compañera, ¡no pude enterarme!, pero aprendí una lección:


¡Las piedras hablan, hay que escucharlas!





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