Después
de varias horas pateando la ciudad de Bolonia, ya no me quedaba más remedio que
descansar. Mis pies se negaban a continuar y la espalda necesitaba un lugar
donde apoyarse. Me encontraba visitando una exposición en el Palazzo del
Podestà, construido a comienzos del siglo XII, para llevar a cabo las funciones
públicas y como sede del podestà y sus funcionarios, llamado en su momento “Palatium Vetus” (Palacio Viejo)
empleado como sede del Tribunal y posterior Ayuntamiento, por lo que decidí
salir al pórtico, y “sufrirme”, como decían los antiguos bajo el Voltone del
Podestà donde se yergue la Torre
dell'Arengo, cuya campana avisaba al pueblo de acontecimientos extraordinarios.
Allí, en ése pórtico de cuatro columnas, que sustentan las imágenes en terracota de
los santos protectores de la ciudad, San Petronio, San Prócolo, Santo Domingo y
San Francisco, apoyé mi dolorida espalda en el ángulo de una de ellas, y sorprendida
escuché a las piedras. Múltiples susurros llegaban a mis oídos, no podía
creerlo, miré a todos los lados y me encontraba sola. Debía ser el cansancio,
pero los susurros se fueron transformando en conversaciones, al fondo se oían
trompetas, tambores y un gran vocerío, ¿que era aquello?
Las dudas comenzaron a resolverse, alguien gritó:
-
Ya se ve a don Carlos atravesar el
puente de madera.
Puente
que unía el Palazzo Pubblico, donde estaba alojado el emperador, con la iglesia
de San Petronio, para que todo el mundo pudiese ver el paso de su cortejo.
Se
oían comentarios sobre lo bonitos que eran los trajes multicolores. Carlos V
iba ricamente vestido y en su cabeza la corona de hierro, llevando el manto el
conde de Nassau, camarero mayor del emperador, y le precedían los duques de
Saboya, Urbino, Baviera y el Marqués de Monferrato quienes portaban las
insignias imperiales, que ciñeron todos los Emperadores del Sacro Imperio desde
Carlomagno. La corona de oro, la espada y el cetro. Luego se oyeron gritos,
quejidos y un fuerte ruido, la pasarela se hundió, afortunadamente para el
séquito no ocurrió nada, pero no fue así para los que se encontraban debajo de
la pasarela, murieron tres personas y hubo numerosos heridos.
No podía creer lo que me estaba ocurriendo, allí desde un
pequeño rincón, alguien estaba contando la ceremonia de coronación de Carlos V
y yo, la estaba escuchando.
Contaban cómo se había transformado la Basílica de San
Petronio, ya que se había puesto un decorado para que se asemejara a San Pedro
de Roma, y añadían que debido al Saco realizado por las tropas imperiales, que
habían mantenido al Papa prisionero en Sant’Angelo. No convenía recordarlo. Esa
era la causa por la que no se podía celebrar allí. Se mofaban del orgullo
herido de los ambiciosos cardenales. A Clemente VII le preocupaba más la
restauración de los Médici en Florencia, su familia, que los acontecimientos
romanos. El emperador le había facilitado un ejército imperial para someter la
ciudad, y poner fin a la república florentina. Había acordado con el Emperador
casar a su hijo natural Alejandro de Médici (habido de su relación con una
sirvienta negra), con la hija natural del Emperador (de su relación con
Johanna, criada flamenca del señor de Montigny). Parece ser que ésta relación
fue anterior a su matrimonio.
Los cotilleos siempre han existido. Mientras escuchaba y
esperaba la coronación, la salida bajo palio del Papa y Emperador, los fuegos
artificiales, el eco de la historia retumbaba en mis oídos. Las cuatro columnas
bajo el Voltone no estaban solas, alguien en otro idioma hablaba a su
compañera, ¡no pude enterarme!, pero aprendí una lección:
¡Las
piedras hablan, hay que escucharlas!
¡Lo que saben las piedras! por Marisa Caballero se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivar 4.0 Internacional.
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