Acaban de dar
las diez y es miércoles. Acacio se
prepara para ir a dormir; se lava los dientes y después de cepillar con cuidado
el puente dental, se lo pone otra vez. No le gusta el hundimiento de la mejilla
sin la prótesis. Tuerce la boca para comprobar el resultado, se peina y con el
batín de franela bien ajustado, baja al cuarto de Berta.
La puerta está
entreabierta, ella todavía no ha salido del baño. Dobla el batín, se mete en la
cama nido, un poco estrecha para él, y con las manos sobre el embozo mira al
techo inmóvil.
Huele un poco a
cerrado y oye los pasos del perro en la puerta de la habitación.
Berta entra bamboleante,
la amplia bata le hace parecer un barco con las velas caídas. Va hasta el
armario, del que saca una manta de cuadros, con el perro pegado a sus pies.
-
Un día te va a tirar.
Ella no le
contesta.
-
En este cuarto luego hace frío-, le dice desde su
altura, extiende la manta sobre él y le acaricia una mano.
-
Pareces un niño bueno. ¿Te vas haciendo a dormir ahí?
-
Sí.
Ella se va a su
cama, alta, como de hospital; la ha adaptado para que le cueste menos
acostarse. Se tumba con un suspiro, apaga la
luz general y solo queda el resplandor de la lámpara de cabecera.
-
He comprado esa cesta para que duerma Elmer las noches
que vienes-, se coloca un almohadón en la espalda y se pone las gafas, _como te
molesta tanto que duerma en mi cama.
Él se queda quieto,
atento a los pequeños ruidos, el perro chasquea la lengua, su mujer pasa las
hojas del libro, un leve crujido, un bostezo y poco a poco se duerme.
Hace dos semanas
que han pactado esta fórmula, Acacio baja los lunes y miércoles a dormir con ella.
Todo había
comenzado hacía seis meses cuando Berta decidió irse al cuarto de su hija.
Al principio a
él no le pareció mal, comprendía lo doloroso que le resultaba subir la escalera
con la artrosis. Pensó en las ventajas,
nadie se quejaría por la televisión, ni por la luz, ni por la radio, pero al
cabo de dos meses le empezó a entrar como un apuro de soledad.
No le gustaba esa
cama tan grande para él, abierta solo por un lado, como si nadie hubiera dormido.
Además se había llevado todas las fotos, menos una de su hija vestida de
colegio.
Cada noche
repetían el mismo ritual; antes de ir a acostarse, se despedía de ella y al abrir
la puerta lo primero que oía era el salto del perro al suelo y un ligero
remusgo de sábanas. Él se quedaba en el umbral “¿qué tal el dolor?” Ella como
un pájaro enjaulado entre puntillas, le decía que bastante bien y él se
acercaba a darle un beso en la frente brillante de crema. Aún reconocía su
antiguo olor a lima, perfume de deseo, o eso fue lo que sintió la primera vez
que se acercó lo suficiente, esa mujer olía a lima. Y se dejaba invadir por el
recuerdo de una ternura antigua, al notar su estremecimiento, como si se
quitara treinta años de encima y volviera a ser la joven que temblara ante él.
Cada cierto tiempo, no con una regularidad exacta, pero sí
una o dos veces al mes, se sentaba en la cama, le sostenía el ovalo fláccido de
la cara y con una mirada intensa y un susurro de apremio le decía “que le
dejara hacerla el amor” y ella con una voz ahogada, se disculpaba por el dolor
de su cadera y con un “yo también te quiero Acacio” se arrebujaba en la cama y
cerrando los ojos le ofrecía sus labios ajados.
Él, la besaba con suavidad “ya sabes que no pierdo la esperanza”.
Subía a su cuarto, y enjuagándose la boca con un elixir de
menta, se miraba en el espejo con un leve gesto de asco: la camiseta de
tirantes le sacaba unas flaccideces que prefería no ver. Por lo demás se
encontraba fuerte, quitando algún que otro dolor que se esparcía
inesperadamente por lugares del cuerpo hasta entonces desconocidos.
Recordaba en sus
desvelos, cada vez más frecuentes, cuando le pidió a Berta que se casara con
él, y aunque de eso hacía mucho tiempo, esa imagen siempre nítida, iba
perdiendo ahora su definición. Su vida se iba velando, llena de silencios sonoros
que rebotaban en un eco doloroso, como si quisiera tararear una canción
olvidada.
Y apareció el
sigilo, se acercaba sin hacer ruido a la
puerta de su mujer, solo por oírla, si cerraba el libro o tosía, o las palabras
de cariño al perro.
Al llegar la
mañana le parecía que todo era como siempre; ella con el periódico y el café, el
perrito debajo de su silla, una radio lejana y la casa retomaba su sonoridad
habitual, esfumándose el vacío de la noche.
Ahora que no
dormía con ella, olvidaba las protestas y la cara deformada, cuando se le
descolgaba el mentón con la boca abierta; tampoco veía ya el hueco que como un
nido abandonado de raíces blancas, se le formaba en la parte de atrás de la
cabeza.
Hacía unas
noches que iba directamente a acostarse, sin pasar por el cuarto de su mujer,
pues todavía se ahogaba de pena y humillación al recordar como Berta le dijo sin
titubear que no volviera. Le cogió las manos, los ojos francos y con toda
simplicidad le soltó. “Acacio, no
vuelvas más” él se quedó petrificado. No fue capaz de decir nada, Berta, su
mujer, su amor, le había pedido, no, le había ordenado que no volviera a su
cuarto.
Fue horrible, cuando
quiso besarla, lo hacía sobre todo por ella, para que se sintiera deseable, le
apartó, y levantándose con dificultad, se quitó el camisón y completamente
desnuda delante de él, dio una vuelta entera, cojeando, y casi con regodeo le
dijo:
-
Mira por ti mismo lo que ya soy, una vieja. No quiero más pantomimas, déjame en paz.
Una noche al ver
luz por debajo de la puerta del dormitorio, tocó suavemente con los nudillos.
-
Estoy dormida, querido.
Otra trató de
abrir la puerta apretando el picaporte contra su pecho, pero estaba cerrada con
pestillo.
Su andar empezó a ser menos firme y
los hombros se le fueron venciendo, mientras desenterraba unos recuerdos a los
que nunca había dado nombre, la belleza de su piel como una perla, sus andares
bailones que le mataban de celos, el ángulo de sus cejas.
Tuvo miedo, un
miedo sin nombre, como un recuerdo antiguo de soledad. Las persianas
entreabiertas hacían que el amanecer le sorprendiera en duermevela y empezó a
caminar por la casa en penumbra, para acabar siempre en el cuarto de ella, en
el umbral prohibido, como cuando era niño y se acercaba, sin atreverse a abrir,
al cuarto de sus padres, y sentado en el pasillo, creía que si pensaba muy
fuerte en su madre, ella se despertaría
para llevárselo a su cama. Entonces nada malo podía sucederle; todo el negro de
la noche se recomponía en un espacio medido.
Y ahora estaba
igual, esperando en una puerta, sentado en el suelo. Un escalofrío le recorrió
echándose a llorar, con las manos alrededor de las rodillas y la cabeza caída.
El perro empezó a gruñir, pero no se movió. Pensó muy fuerte en Berta.
Ella encendió la
luz.
-
¿Hay alguien ahí?
Él no contestó,
el perro seguía gruñendo, hasta que abrió la puerta.
-
Pero Acacio ¿Qué
haces? vaya susto.
Él sin levantar
la cara gimió.
-
Ayúdame, por
favor, no quiero, no sé dormir solo. Ella le acarició la cabeza.
-
Vamos, hoy te haré un hueco en la cama-, y tiró
suavemente de él.
© Cristina Vázquez Salinero
La noche por Cristina Vázquez se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivar 4.0 Internacional.
Me ha parecido muy tierno.
ResponderEliminarMuchas gracias por compartirlo.
En nombre de Cristina Vázquez muchas gracias a tí.
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