martes, 17 de marzo de 2015

Cristina Vázquez: La noche

                                                     
La cama
Toulouse-Lautrec (1892)

Acaban de dar las diez y es miércoles.  Acacio se prepara para ir a dormir; se lava los dientes y después de cepillar con cuidado el puente dental, se lo pone otra vez. No le gusta el hundimiento de la mejilla sin la prótesis. Tuerce la boca para comprobar el resultado, se peina y con el batín de franela bien ajustado, baja al cuarto de Berta.
La puerta está entreabierta, ella todavía no ha salido del baño. Dobla el batín, se mete en la cama nido, un poco estrecha para él, y con las manos sobre el embozo mira al techo inmóvil. 
Huele un poco a cerrado y oye los pasos del perro en la puerta de la habitación.
Berta entra bamboleante, la amplia bata le hace parecer un barco con las velas caídas. Va hasta el armario, del que saca una manta de cuadros, con el perro pegado a sus pies.
-         Un día te va a tirar.
Ella no le contesta.  
-         En este cuarto luego hace frío-, le dice desde su altura, extiende la manta sobre él y le acaricia una mano.
-         Pareces un niño bueno. ¿Te vas haciendo a dormir ahí?
-         Sí.
Ella se va a su cama, alta, como de hospital; la ha adaptado para que le cueste menos acostarse. Se tumba con un suspiro, apaga la luz general y solo queda el resplandor de la lámpara de cabecera.
-         He comprado esa cesta para que duerma Elmer las noches que vienes-, se coloca un almohadón en la espalda y se pone las gafas, _como te molesta tanto que duerma en mi cama.
Él se queda quieto, atento a los pequeños ruidos, el perro chasquea la lengua, su mujer pasa las hojas del libro, un leve crujido, un bostezo  y poco a poco se duerme.
Hace dos semanas que han pactado esta fórmula, Acacio baja los lunes y  miércoles a dormir con ella.

Todo había comenzado hacía seis meses cuando Berta decidió irse al cuarto de su hija.
Al principio a él no le pareció mal, comprendía lo doloroso que le resultaba subir la escalera con la artrosis.  Pensó en las ventajas, nadie se quejaría por la televisión, ni por la luz, ni por la radio, pero al cabo de dos meses le empezó a entrar como un apuro de soledad.  
No le gustaba esa cama tan grande para él, abierta solo por un lado, como si nadie hubiera dormido. Además se había llevado todas las fotos, menos una de su hija vestida de colegio.
Cada noche repetían el mismo ritual; antes de ir a acostarse, se despedía de ella y al abrir la puerta lo primero que oía era el salto del perro al suelo y un ligero remusgo de sábanas. Él se quedaba en el umbral “¿qué tal el dolor?” Ella como un pájaro enjaulado entre puntillas, le decía que bastante bien y él se acercaba a darle un beso en la frente brillante de crema. Aún reconocía su antiguo olor a lima, perfume de deseo, o eso fue lo que sintió la primera vez que se acercó lo suficiente, esa mujer olía a lima. Y se dejaba invadir por el recuerdo de una ternura antigua, al notar su estremecimiento, como si se quitara treinta años de encima y volviera a ser la joven que temblara ante él.
Cada cierto tiempo, no con una regularidad exacta, pero sí una o dos veces al mes, se sentaba en la cama, le sostenía el ovalo fláccido de la cara y con una mirada intensa y un susurro de apremio le decía “que le dejara hacerla el amor” y ella con una voz ahogada, se disculpaba por el dolor de su cadera y con un “yo también te quiero Acacio” se arrebujaba en la cama y cerrando los ojos le ofrecía sus labios ajados.
Él, la besaba con suavidad “ya sabes que no pierdo la esperanza”. 
Subía a su cuarto, y enjuagándose la boca con un elixir de menta, se miraba en el espejo con un leve gesto de asco: la camiseta de tirantes le sacaba unas flaccideces que prefería no ver. Por lo demás se encontraba fuerte, quitando algún que otro dolor que se esparcía inesperadamente por lugares del cuerpo hasta entonces desconocidos.
Recordaba en sus desvelos, cada vez más frecuentes, cuando le pidió a Berta que se casara con él, y aunque de eso hacía mucho tiempo, esa imagen siempre nítida, iba perdiendo ahora su definición. Su vida se iba velando, llena de silencios sonoros que rebotaban en un eco doloroso, como si quisiera tararear una canción olvidada.
Y apareció el sigilo, se  acercaba sin hacer ruido a la puerta de su mujer, solo por oírla, si cerraba el libro o tosía, o las palabras de cariño al perro.  
Al llegar la mañana le parecía que todo era como siempre; ella con el periódico y el café, el perrito debajo de su silla, una radio lejana y la casa retomaba su sonoridad habitual, esfumándose el vacío de la noche.
Ahora que no dormía con ella, olvidaba las protestas y la cara deformada, cuando se le descolgaba el mentón con la boca abierta; tampoco veía ya el hueco que como un nido abandonado de raíces blancas, se le formaba en la parte de atrás de la cabeza. 
Hacía unas noches que iba directamente a acostarse, sin pasar por el cuarto de su mujer, pues todavía se ahogaba de pena y humillación al recordar como Berta le dijo sin titubear que no volviera. Le cogió las manos, los ojos francos y con toda simplicidad le soltó.  “Acacio, no vuelvas más” él se quedó petrificado. No fue capaz de decir nada, Berta, su mujer, su amor, le había pedido, no, le había ordenado que no volviera a su cuarto.  
Fue horrible, cuando quiso besarla, lo hacía sobre todo por ella, para que se sintiera deseable, le apartó, y levantándose con dificultad, se quitó el camisón y completamente desnuda delante de él, dio una vuelta entera, cojeando, y casi con regodeo le dijo:
-         Mira por ti mismo lo que ya soy, una vieja.  No quiero más pantomimas, déjame en paz.
Una noche al ver luz por debajo de la puerta del dormitorio, tocó suavemente con los nudillos.
-         Estoy dormida, querido.
Otra trató de abrir la puerta apretando el picaporte contra su pecho, pero estaba cerrada con pestillo.
Su andar empezó a ser menos firme y los hombros se le fueron venciendo, mientras desenterraba unos recuerdos a los que nunca había dado nombre, la belleza de su piel como una perla, sus andares bailones que le mataban de celos, el ángulo de sus cejas.
Tuvo miedo, un miedo sin nombre, como un recuerdo antiguo de soledad. Las persianas entreabiertas hacían que el amanecer le sorprendiera en duermevela y empezó a caminar por la casa en penumbra, para acabar siempre en el cuarto de ella, en el umbral prohibido, como cuando era niño y se acercaba, sin atreverse a abrir, al cuarto de sus padres, y sentado en el pasillo, creía que si pensaba muy fuerte en su madre,  ella se despertaría para llevárselo a su cama. Entonces nada malo podía sucederle; todo el negro de la noche se recomponía en un espacio medido.
Y ahora estaba igual, esperando en una puerta, sentado en el suelo. Un escalofrío le recorrió echándose a llorar, con las manos alrededor de las rodillas y la cabeza caída. El perro empezó a gruñir, pero no se movió. Pensó muy fuerte en Berta.
Ella encendió la luz.
-         ¿Hay alguien ahí?
Él no contestó, el perro seguía gruñendo, hasta que abrió la puerta.
-         Pero Acacio  ¿Qué haces? vaya susto.
Él sin levantar la cara gimió.
-         Ayúdame,  por favor, no quiero, no sé dormir solo. Ella le acarició la cabeza.  
-         Vamos, hoy te haré un hueco en la cama-, y tiró suavemente de él.



© Cristina Vázquez Salinero


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