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miércoles, 17 de junio de 2015

Cristina Vázquez: Desencuentro

Jarrón con lirios
Vincent Van Gogh, 1889



                                                                                                                No  debes temer ya el ardor del sol
                                                                Virginia  Woolf



Creí que ya se habían marchado- dijo la mujer con un fardo de toallas en las manos.

Clara Dávila se quedó con el asombro y la desnudez ridícula de su braguita negra en la corriente de aire que se hizo al cerrar la puerta. Pensó que el momento tenía la misma iniquidad que la destinada a unos reos en la plaza pública.

Dejó de hacer las respiraciones para afrontar las crisis y se perdió en el horrible color malva de las paredes del hotel; la propaganda decía hotelito con encanto. Hotelucho.

Apenas diez minutos antes Marc se había ido. Se fijó en lo usadas que estaban las sábanas revueltas. Se apartó un mechón y se miró con extrañeza en el espejo del  armario que invadía el cuarto. Se vistió, el agua del baño goteaba. Cuántas veces las mujeres repiten esos gestos frente a un espejo, despojándose o cubriéndose, y en cada gesto hay una confesión y una pérdida.

Al observar el nacimiento de las canas, su figura aún hermosa,  su delicado aire de pájaro, sintió como sus recuerdos se condensaban en el gesto preciso de subirse un tirante. Piensa en su vida como un relámpago. Hasta aquí había llegado sin proponérselo, dejándose llevar por una soledad de la que ya sabía que ninguna de estas escapadas la salvarían.

Sintió asco y se acordó de que no había comprado las flores para la cena que esa noche daba en su casa. Camina hasta dónde había dejado el coche y al cruzar se tambaleó en el bordillo. Una mano la sostuvo y ella mira con extrañeza.

_Lo siento, pensé que se iba a caer.

_Gracias.

Caer ¿hubiera sido fácil? No, era un juego peligroso y sabe que no tendría nunca la decisión suficiente, pero a veces siente una atracción incontrolable. Sentada en un banco para recuperar la tranquilidad, se pintó los labios. Realmente la mañana de primavera resultaba impecable.

En ese momento decidió  atravesar el parque. No le importaba dar un rodeo, quería olvidarse del malva de las paredes y del olor que aún la persigue, sentir el aire, los niños gritando, el verdor que nace, como  una  ofrenda a la que fue, al recuerdo transparente de su juventud en la casa de campo familiar, cuando todo brillaba y  la esperanza tenía ojos.

Las escapadas de noche en medio del huerto para fumar pitillos con Silvia, que se desnudaba en el trampolín para notar el aire en la piel, que nada se interpusiera cuando, al sumergirse, reventaba las estrellas contra el agua. Sabía que algunos ojos las espiaban y Clara, temblorosa, la esperaba con un albornoz. Una vez se envolvieron las dos juntas y ella sintió la humedad del cuerpo de Silvia como una promesa.

Y pensó en Pablo, en su amor de juventud, en su presencia rotunda como una piedra sin pulir pero  con esplendor propio. Con ella era un juez acerado, un testigo exigente. Siempre notaba su sombra, aunque no estuviera. Y ahora, ya de vuelta de su largo exilio, le había escrito. Un exilio deliberado, un exilio imperioso, como no podía ser de otra manera para él, y para ella, totalmente innecesario.

Compró las flores con detenimiento, buscó una gama de colores adecuada.

Se esforzaba por disfrutar cada pequeño momento, con una consciencia voluntariosa, pues la certeza de su insignificancia y la necesidad de ser aprobada por los demás la llevaban, en ciertos momentos, a la desolación.

El ruido de la calle daba un fondo familiar a lo rutinario, y al oír una ambulancia se le encogió el corazón. No podía pensar en el dolor, ni en el propio ni en el ajeno. No entendía cómo se puede querer vivir cuando lo único que tienes es sufrimiento o pobreza. Aspiró el olor de los lilium y pensó en lo maravilloso que era el esplendor de la luz.

Al llegar a su casa el ladrido del perro, la armonía del salón, las llaves en la bandeja y los gestos repetidos, la devuelven la tranquilidad.

Su marido no estaba en casa y llevaba todo el día sin llamarla. Las noches eran largas en su habitación para ella sola, la cama fría, y aunque nunca tuvo pasión de ningún tipo con él, jamás se lo echó en cara, la había dejado en paz sencilla y pulcramente. Tampoco en otras camas encontró lo que buscaba.

Duda si acertará mientras arregla las flores. La avisan de que ha llegado Pablo.

Respira hondo para controlar la emoción, preferiría que no hubiese venido y tiene miedo de que la encuentre estropeada. Dios mío, la rotura del tiempo. Se mira los brazos salpicados de manchitas, las venas marcadas.

_Pablo. Y al abrazarse nota la fragilidad de sus omoplatos y la aspereza de sus manos. Reconoce su olor, su gesto de cruzar los dedos  cuando está nervioso y el trazo de su boca le parece más hundido y más marcados los surcos de la cara.

_Pablo. Y en ese momento se arrepiente de no haberle abrazado más veces,

_Clara, cuánto tiempo, estás magnifica. Él tiene que dominar la irritación que le produce verla entre jarrones y frivolidad. No cambiará, la perfecta anfitriona que nunca sabrá quién es. Solo él lo ha sabido y esa  confirmación íntima, la comisura más profunda en el lado izquierdo y la palidez perdida de sus manos le estremecen.  Tiene que alejarse para que no note su temblor. Ella sigue colocando flores y lo invita a su fiesta de esa noche.

Él piensa que todas las mujeres resultan vulgares a su lado, ni tan guapa ni tan inteligente, tan fría y convencional, pero su sola presencia tiene un poder único y siente toda la soledad de su vida, que depositaría en su falda. Ella siempre lo encontró un fracasado, ella le rechazó y se da la vuelta hacia la ventana.

_¿Por qué no me casé con él? piensa Clara colocando la última flor.

_Ven vamos a tomarnos una copa en el salón- y al dársela él la abraza.

_ ¿Eres feliz?

_ Sí

Y piensa por qué no me lleva con él, a su lado podría sentir esa emoción veinticuatro horas al día.


Sabe que él no volverá.



© Cristina Vázquez Salinero






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