No debes temer ya el ardor del sol
Virginia Woolf
Creí que ya
se habían marchado- dijo la mujer con un fardo de toallas en las manos.
Clara Dávila
se quedó con el asombro y la desnudez ridícula de su braguita negra en la
corriente de aire que se hizo al cerrar la puerta. Pensó que el momento tenía
la misma iniquidad que la destinada a unos reos en la plaza pública.
Dejó de
hacer las respiraciones para afrontar las crisis y se perdió en el horrible
color malva de las paredes del hotel; la propaganda decía hotelito con encanto.
Hotelucho.
Apenas diez
minutos antes Marc se había ido. Se fijó en lo usadas que estaban las sábanas
revueltas. Se apartó un mechón y se miró con extrañeza en el espejo del armario que invadía el cuarto. Se vistió, el
agua del baño goteaba. Cuántas veces las mujeres repiten esos gestos frente a
un espejo, despojándose o cubriéndose, y en cada gesto hay una confesión y una
pérdida.
Al observar
el nacimiento de las canas, su figura aún hermosa, su delicado aire de pájaro, sintió como sus
recuerdos se condensaban en el gesto preciso de subirse un tirante. Piensa en
su vida como un relámpago. Hasta aquí había llegado sin proponérselo, dejándose
llevar por una soledad de la que ya sabía que ninguna de estas escapadas la
salvarían.
Sintió asco
y se acordó de que no había comprado las flores para la cena que esa noche daba
en su casa. Camina hasta dónde había dejado el coche y al cruzar se tambaleó en
el bordillo. Una mano la sostuvo y ella mira con extrañeza.
_Lo siento,
pensé que se iba a caer.
_Gracias.
Caer
¿hubiera sido fácil? No, era un juego peligroso y sabe que no tendría nunca la
decisión suficiente, pero a veces siente una atracción incontrolable. Sentada
en un banco para recuperar la tranquilidad, se pintó los labios. Realmente la
mañana de primavera resultaba impecable.
En ese
momento decidió atravesar el parque. No
le importaba dar un rodeo, quería olvidarse del malva de las paredes y del olor
que aún la persigue, sentir el aire, los niños gritando, el verdor que nace, como una
ofrenda a la que fue, al recuerdo transparente de su juventud en la casa
de campo familiar, cuando todo brillaba y
la esperanza tenía ojos.
Las
escapadas de noche en medio del huerto para fumar pitillos con Silvia, que se
desnudaba en el trampolín para notar el aire en la piel, que nada se
interpusiera cuando, al sumergirse, reventaba las estrellas contra el agua. Sabía
que algunos ojos las espiaban y Clara, temblorosa, la esperaba con un albornoz.
Una vez se envolvieron las dos juntas y ella sintió la humedad del cuerpo de
Silvia como una promesa.
Y pensó en
Pablo, en su amor de juventud, en su presencia rotunda como una piedra sin
pulir pero con esplendor propio. Con
ella era un juez acerado, un testigo exigente. Siempre notaba su sombra, aunque
no estuviera. Y ahora, ya de vuelta de su largo exilio, le había escrito. Un
exilio deliberado, un exilio imperioso, como no podía ser de otra manera para
él, y para ella, totalmente innecesario.
Compró las
flores con detenimiento, buscó una gama de colores adecuada.
Se esforzaba
por disfrutar cada pequeño momento, con una consciencia voluntariosa, pues la
certeza de su insignificancia y la necesidad de ser aprobada por los demás la
llevaban, en ciertos momentos, a la desolación.
El ruido de
la calle daba un fondo familiar a lo rutinario, y al oír una ambulancia se le encogió
el corazón. No podía pensar en el dolor, ni en el propio ni en el ajeno. No
entendía cómo se puede querer vivir cuando lo único que tienes es sufrimiento o
pobreza. Aspiró el olor de los lilium y pensó en lo maravilloso que era el
esplendor de la luz.
Al llegar a su
casa el ladrido del perro, la armonía del salón, las llaves en la bandeja y los
gestos repetidos, la devuelven la tranquilidad.
Su marido no
estaba en casa y llevaba todo el día sin llamarla. Las noches eran largas en su
habitación para ella sola, la cama fría, y aunque nunca tuvo pasión de ningún
tipo con él, jamás se lo echó en cara, la había dejado en paz sencilla y
pulcramente. Tampoco en otras camas encontró lo que buscaba.
Duda si
acertará mientras arregla las flores. La avisan de que ha llegado Pablo.
Respira
hondo para controlar la emoción, preferiría que no hubiese venido y tiene miedo
de que la encuentre estropeada. Dios mío, la rotura del tiempo. Se mira los
brazos salpicados de manchitas, las venas marcadas.
_Pablo. Y al
abrazarse nota la fragilidad de sus omoplatos y la aspereza de sus manos.
Reconoce su olor, su gesto de cruzar los dedos cuando está nervioso y el trazo de su boca le
parece más hundido y más marcados los surcos de la cara.
_Pablo. Y en
ese momento se arrepiente de no haberle abrazado más veces,
_Clara,
cuánto tiempo, estás magnifica. Él tiene que dominar la irritación que le
produce verla entre jarrones y frivolidad. No cambiará, la perfecta anfitriona que
nunca sabrá quién es. Solo él lo ha sabido y esa confirmación íntima, la comisura más profunda
en el lado izquierdo y la palidez perdida de sus manos le estremecen. Tiene que alejarse para que no note su
temblor. Ella sigue colocando flores y lo invita a su fiesta de esa noche.
Él piensa
que todas las mujeres resultan vulgares a su lado, ni tan guapa ni tan inteligente,
tan fría y convencional, pero su sola presencia tiene un poder único y siente
toda la soledad de su vida, que depositaría en su falda. Ella siempre lo
encontró un fracasado, ella le rechazó y se da la vuelta hacia la ventana.
_¿Por qué no
me casé con él? piensa Clara colocando la última flor.
_Ven vamos a
tomarnos una copa en el salón- y al dársela él la abraza.
_ ¿Eres
feliz?
_ Sí
Y piensa por
qué no me lleva con él, a su lado podría sentir esa emoción veinticuatro horas
al día.
Sabe que él
no volverá.
Desencuentro por Cristina Vázquez se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivar 4.0 Internacional.
© Cristina Vázquez
Salinero
Desencuentro por Cristina Vázquez se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivar 4.0 Internacional.
No hay comentarios:
Publicar un comentario