La nevada Francisco de Goya, Museo del Prado, Madrid |
Nos fuimos a la montaña
en busca de paz, amor, naturaleza. Llegamos a la cumbre. Tras ejercitar cada
uno de nuestros músculos, nos sentamos a tomar el sustento, lo llamó uno, el condumio,
otro; la pitanza, el de más allá. Nos comimos hasta las migajas y nos quedamos
dormidos.
El primero despertó por
el repiqueteo de agua nieve, avisó al segundo y éste al tercero. Puestos en pie
comenzamos a desandar lo andado.
Como si no fuera el
mismo que pudimos ver por la mañana, el paisaje cambió. La tormenta inesperada
nos envuelve más y más. En silencio se va colando el miedo, nos zarandea, hace
mella en nosotros. El rugir del viento, las montañas sordas, el silbido entre
los árboles, las ráfagas de lluvia, nos hacen caminar con los ojos puestos en
la tierra. Llevábamos en el macuto mantas y nos las ponemos sobre los hombros.
No es bueno que la noche te caiga encima sin un lugar donde guarecerse.
Bajar. Caer. Ánimo. En
pie. Lluvia.
Bajar. Caer. Ánimo. En
pie.
Bajar. Caer. Ánimo.
Bajar. Caer.
Bajar.
Y al llegar al bajío, en
un recodo del camino el vendaval amainó, el viento calló y el silencio se hizo
ladridos, rebuznos, conversaciones.
© Marieta Alonso Más
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