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martes, 15 de diciembre de 2015

Liliana Delucchi: La siesta del Capitán Morgan

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John Singer Sargent

El humo y el olor de su pipa se mezclaban con el aroma del jardín; el silencio de las mujeres, concentradas en sus bordados, le permitía escuchar los sonidos de más allá del parque. Nada hacía presagiar que la plácida tarde de verano de la que pensaba disfrutar el Capitán Morgan, terminaría con cuervos sobrevolando su porche.

Retirado de la Royal Navy, el Capitán Morgan llegó a Connecticut después de casarse con Claire, la viuda de Jack Peters, también militar pero estadounidense, que por entonces estaba destinado en el Reino Unido. El Capitán tenía dos hijastras que había recibido como herencia de un matrimonio anterior (a las que cuidó con un celo indebido del cual las jóvenes no pudieron escapar) y que partieron junto con él y su nueva mujer, en busca de un mejor clima a los Estados Unidos.

Deseoso de relacionarse con sus nuevos vecinos, el Capitán Morgan se acercó al club que consideraba más apropiado para su estatus, en el cual fue aceptado de inmediato y donde pasaba muchas horas, si bien, como en todo círculo masculino tenían prohibida la entrada las mujeres. Las cónyuges de los tertulianos habían organizado en un local próximo una sociedad destinada a la ayuda de los pobres. Consideraban estas señoras que el té que se repartía entre los más necesitados se realizaba de una forma un tanto denigrante. ¡Las bolsas eran una tela basta!  Una de ellas propuso la creación de un organismo con el objeto de dignificarlas, haciéndolas de tul y con algún bordado, nació así el Círculo de Bordadoras para la Dignificación de los Pobres.

Sin tripulación a la que dar órdenes, el Capitán Morgan no tuvo mejor idea que inscribir a su esposa e hijastras en la nueva sociedad, mandato que ellas, a pesar de su cosmopolitismo, aceptaron, acudiendo a las reuniones de los martes. A las mismas también asistía el párroco local, con disertaciones sobre la fuerza y la pasión que distinguía a las buenas acciones. Y fue uno de esos sermones el que despertó en la más joven de las señoritas, Caroline, la idea que culminaría con el final de la siesta del Capitán Morgan. La influencia del deseo. En palabras del párroco, si algo era ansiado con fervor, ese anhelo estaba destinado a convertirse en realidad. La concupiscencia de su padrastro regresó a la memoria de Caroline y su desazón adquirió una forma: venganza.

Posiblemente fueran los años en la mar lo que habían hecho al Capitán Morgan alérgico a las picaduras de los insectos, y lo que decidiera a Caroline a bordar abejas. No fue necesario que compartiera esta idea con su hermana. De pronto, las dos comenzaron a llenar cojines, cortinas, y todo aquello que tuviera un espacio para uno de esos insectos perfilados en hilos de colores. Todas las tardes, salvo la de los martes que acudían al Círculo, se sentaban en el porche a diseñar abejas, mientras el Capitán, contento porque el barco navegaba de acuerdo con sus directrices, encendía una pipa.

Apenas unas nubes altas se movían con el aire de la tarde. El Capitán Morgan dormitaba cuando las mujeres sacaron todas las telas que habían bordado con abejas. Él las miró con desprecio, luego con temor, al ver que primero una, enorme, abandonaba un cojín para volar en su dirección, luego otra. De pronto, el Capitán Morgan se sintió cubierto por un enjambre negro. Quería gritar, pero nada salía de su garganta, avisar a sus mujeres que estaba siendo atacado. Esas tontas no soltaban sus labores, no se daban cuenta de que el porche se había convertido en un panal.

Cuando llegó la ambulancia, el Capitán Morgan era un globo. Estuvo internado una semana y, cuando regresó a su casa y a su porche, había vuelto a su estado habitual, aunque solo en apariencia. El ataque de alergia lo había dejado sin voz, caminaba como sonámbulo y, mientras con la mano derecha sujetaba la pipa, la izquierda se movía continuamente como si estuviera espantando insectos.

  
© Liliana Delucchi

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