En la Galería John Singer Sargent |
El humo y el olor de su pipa se mezclaban
con el aroma del jardín; el silencio de las mujeres, concentradas en sus
bordados, le permitía escuchar los sonidos de más allá del parque. Nada hacía
presagiar que la plácida tarde de verano de la que pensaba disfrutar el Capitán
Morgan, terminaría con cuervos sobrevolando su porche.
Retirado de la Royal Navy, el Capitán
Morgan llegó a Connecticut después de casarse con Claire, la viuda de Jack
Peters, también militar pero estadounidense, que por entonces estaba destinado
en el Reino Unido. El Capitán tenía dos hijastras que había recibido como
herencia de un matrimonio anterior (a las que cuidó con un celo indebido del
cual las jóvenes no pudieron escapar) y que partieron junto con él y su nueva
mujer, en busca de un mejor clima a los Estados Unidos.
Deseoso de relacionarse con sus nuevos
vecinos, el Capitán Morgan se acercó al club que consideraba más apropiado para
su estatus, en el cual fue aceptado de inmediato y donde pasaba muchas horas,
si bien, como en todo círculo masculino tenían prohibida la entrada las
mujeres. Las cónyuges de los tertulianos habían organizado en un local próximo
una sociedad destinada a la ayuda de los pobres. Consideraban estas señoras que
el té que se repartía entre los más necesitados se realizaba de una forma un
tanto denigrante. ¡Las bolsas eran una tela basta! Una de ellas propuso
la creación de un organismo con el objeto de dignificarlas, haciéndolas de tul
y con algún bordado, nació así el Círculo de Bordadoras para la Dignificación
de los Pobres.
Sin tripulación a la que dar órdenes, el
Capitán Morgan no tuvo mejor idea que inscribir a su esposa e hijastras en la
nueva sociedad, mandato que ellas, a pesar de su cosmopolitismo, aceptaron,
acudiendo a las reuniones de los martes. A las mismas también asistía el
párroco local, con disertaciones sobre la fuerza y la pasión que distinguía a
las buenas acciones. Y fue uno de esos sermones el que despertó en la más joven
de las señoritas, Caroline, la idea que culminaría con el final de la siesta
del Capitán Morgan. La influencia del deseo. En palabras del párroco, si algo
era ansiado con fervor, ese anhelo estaba destinado a convertirse en realidad.
La concupiscencia de su padrastro regresó a la memoria de Caroline y su desazón
adquirió una forma: venganza.
Posiblemente fueran los años en la mar lo
que habían hecho al Capitán Morgan alérgico a las picaduras de los insectos, y
lo que decidiera a Caroline a bordar abejas. No fue necesario que compartiera
esta idea con su hermana. De pronto, las dos comenzaron a llenar cojines,
cortinas, y todo aquello que tuviera un espacio para uno de esos insectos
perfilados en hilos de colores. Todas las tardes, salvo la de los martes que
acudían al Círculo, se sentaban en el porche a diseñar abejas, mientras el
Capitán, contento porque el barco navegaba de acuerdo con sus directrices,
encendía una pipa.
Apenas unas nubes altas se movían con el
aire de la tarde. El Capitán Morgan dormitaba cuando las mujeres sacaron todas
las telas que habían bordado con abejas. Él las miró con desprecio, luego con
temor, al ver que primero una, enorme, abandonaba un cojín para volar en su
dirección, luego otra. De pronto, el Capitán Morgan se sintió cubierto por un enjambre
negro. Quería gritar, pero nada salía de su garganta, avisar a sus mujeres que
estaba siendo atacado. Esas tontas no soltaban sus labores, no se daban cuenta
de que el porche se había convertido en un panal.
Cuando llegó la ambulancia, el Capitán
Morgan era un globo. Estuvo internado una semana y, cuando regresó a su casa y
a su porche, había vuelto a su estado habitual, aunque solo en apariencia. El
ataque de alergia lo había dejado sin voz, caminaba como sonámbulo y, mientras
con la mano derecha sujetaba la pipa, la izquierda se movía continuamente como
si estuviera espantando insectos.
© Liliana Delucchi
No hay comentarios:
Publicar un comentario