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domingo, 17 de enero de 2016

Cristina Vázquez Salinero: Los Reyes Magos


La Nevada
Francisco de Goya y Lucientes

Los  Magos huyen por el monte.  Eso fue lo último que oyeron mientras escapaban. Les habían dicho que ése era un pueblo rico y que los lugareños eran burros y creyentes; además estaba muy apartado de cualquier lugar, hundido en un valle  rodeado de montes ásperos. Para allá se fueron los dos hermanos y Juanelo, un mozo letrado y sinvergüenza, que había viajado por el Mediterráneo y servido como soldado en las guerras de Nápoles.  Chamullaba algo de latín e italiano, lo que ayudaba a dar empaque a la empresa y dejar atónitos a los palurdos. Se disfrazaban de Melchor, Gaspar y Baltasar con unos trajes  birlados de una sacristía, y  las veces que lo habían hecho en otros pueblos apartados, la treta  les  salió bien.  Aparecía el Juanelo a lomos de la mula, con aire contrito diciendo que era Melchor, que los Reyes estaban perdidos, que su séquito y los camellos se habían caído por un barranco, y que no iban a llegar a tiempo de adorar al Señor.  Eso  les traería grandes desgracias si  no les ayudaban. Un poco detrás aparecían los otros dos, con aire fatigado pero digno. Juanelo hablaba mezclando el italiano, el español y el latín, para simular ser extranjero y mientras los otros callaban  haciendo gestos afirmativos con la cabeza, pedía algo de comer que les ayudara a seguir el camino.

Las otras veces, los cazurros, con cara de pasmo, les rezaban con devoción y respeto; les tocaban los mantos raídos, en los que aún permanecía algún esplendor adamascado; les daban comida y vino,  señalándoles en el cielo todas las posibles estrellas que les llevarían a buen puerto, es decir, a Belén,  que siempre quedaba detrás de las montañas que rodeaban sus puebluchos. Ellos, después de comer con voracidad lo que les ofrecían,  echaban unas bendiciones  y se iban. Se quedaban poco tiempo, para evitar tener problemas. Sacaban buenas tajadas que luego repartían y como era un negocio de temporada tenían que desplazarse con rapidez.

Esa tarde el cielo estaba plomizo, quieto, con esa luz ominosa que presagia nevada, frío de cristales o tormenta. Al Juanelo le dolía una antigua herida de guerra que señalaba el cambio de tiempo, y al menor de los hermanos, que era tenaz en sus pasiones, muchos días sin mujer, le desquiciaba los nervios. Entre los hombres hubo desacuerdo sobre  si ir a ese pueblo hundido, del que no confiaban sacar gran cosa o guarecerse y esperar a que el tiempo se decantara por tormenta o nevada, pero el nerviosismo del menor, la glotonería del mayor y los dolores de Juanelo, que juraba ése sería su último día de hacerse pasar por  Rey Mago, les impulsó a bajar hasta el pueblo y hacer su pantomima. 

Cuando aparecieron en la calle principal y Juanelo empezó con voz estentórea  a soltar su charla, nadie salía a la calle, pese a estar muchas luces encendidas. Al poco rato vieron que algunas caras se pegaban a los cristales, pero nadie se movió. Nunca les había pasado algo parecido, así que avanzaron hasta el final del pueblo dónde vieron un corral con las puertas abiertas de par en par y dentro, un hermoso cerdo en canal. Entraron, y viendo que nadie les miraba, y que ninguna luz les comprometía, cogieron el hermoso animal, lo cargaron con disimulo y velocidad a lomos de su mula, y huyeron por el otro lado del pueblo. Amparados por la luz oscura e indecisa, tiraron  los ropajes de cualquier manera, menos los mantos, que además de porte les daban calor,  y desaparecieron  hacía la montaña sin saber a dónde iban. El camino era cada vez más arduo y el tiempo se decantó por una nevada. El viento soplaba, la noche se echó encima y siguieron andando ciegos, sin poder parar. No encontraron cueva dónde meterse y temían morir congelados si se detenían. Su única protección eran los mantos puestos del revés sobre sus cabezas. Con la certeza de que  su última hora estaba próxima, comenzaron a rezar a los Reyes Magos, pidiéndoles perdón y amparo, cuando unos ladridos les sacaron de su alucinada marcha y el ruido de un tiro los hizo estremecer.

Ni un paso más o sois muertos.

Un hombre armado apareció frente a ellos y al momento, se hizo visible otro, envuelto en una buena capa y cubierto con sombrero de señor.

En el pueblo hay peste y el cerdo iba a ser quemado mañana. Os doy a elegir, o volvéis al pueblo con nosotros y quemáis todos los animales enfermos o dejo que continuéis este camino que lleva a un páramo y a una muerte segura. Y se limpió la cara y la boca con una mano enguantada. En el pueblo ya no quedan hombres, así que elegid.

Los tres se miraron y decidieron que mejor sería hacer lo que les decían. Con un hombre delante y otro detrás con el arma lista, emprendieron el camino de vuelta. De pronto oyeron "Quién sabe, a lo mejor los Reyes, como son Magos, hacen un milagro y os salvan el pellejo". La risa del hombre se perdió con un eco sordo por las montañas.    



© Cristina Vázquez Salinero

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