La Nevada Francisco de Goya y Lucientes |
Los Magos huyen por el monte.
Eso fue lo último que oyeron mientras escapaban. Les habían dicho que ése
era un pueblo rico y que los lugareños eran burros y creyentes; además estaba
muy apartado de cualquier lugar, hundido en un valle rodeado de montes ásperos.
Para allá se fueron los dos hermanos y Juanelo, un mozo letrado y sinvergüenza,
que había viajado por el Mediterráneo y servido como soldado en las guerras de
Nápoles. Chamullaba algo de latín e italiano, lo que ayudaba a dar
empaque a la empresa y dejar atónitos a los palurdos. Se disfrazaban de
Melchor, Gaspar y Baltasar con unos trajes birlados de una sacristía, y
las veces que lo habían hecho en otros pueblos apartados, la treta
les salió bien. Aparecía el Juanelo a lomos de la mula, con aire
contrito diciendo que era Melchor, que los Reyes estaban perdidos, que su
séquito y los camellos se habían caído por un barranco, y que no iban a llegar
a tiempo de adorar al Señor. Eso les traería grandes desgracias si
no les ayudaban. Un poco detrás aparecían los otros dos, con aire
fatigado pero digno. Juanelo hablaba mezclando el italiano, el español y el
latín, para simular ser extranjero y mientras los otros callaban haciendo
gestos afirmativos con la cabeza, pedía algo de comer que les ayudara a seguir
el camino.
Las otras veces, los cazurros, con cara de
pasmo, les rezaban con devoción y respeto; les tocaban los mantos raídos, en
los que aún permanecía algún esplendor adamascado; les daban comida y vino,
señalándoles en el cielo todas las posibles estrellas que les llevarían a
buen puerto, es decir, a Belén, que siempre quedaba detrás de las
montañas que rodeaban sus puebluchos. Ellos, después de comer con voracidad lo
que les ofrecían, echaban unas bendiciones y se iban. Se
quedaban poco tiempo, para evitar tener problemas. Sacaban buenas tajadas que
luego repartían y como era un negocio de temporada tenían que desplazarse con
rapidez.
Esa tarde el cielo estaba plomizo, quieto,
con esa luz ominosa que presagia nevada, frío de cristales o tormenta. Al
Juanelo le dolía una antigua herida de guerra que señalaba el cambio de tiempo,
y al menor de los hermanos, que era tenaz en sus pasiones, muchos días sin
mujer, le desquiciaba los nervios. Entre los hombres hubo desacuerdo sobre
si ir a ese pueblo hundido, del que no confiaban sacar gran cosa o
guarecerse y esperar a que el tiempo se decantara por tormenta o nevada, pero
el nerviosismo del menor, la glotonería del mayor y los dolores de Juanelo, que
juraba ése sería su último día de hacerse pasar por Rey Mago, les impulsó
a bajar hasta el pueblo y hacer su pantomima.
Cuando aparecieron en la calle principal y
Juanelo empezó con voz estentórea a soltar su charla, nadie salía a la
calle, pese a estar muchas luces encendidas. Al poco rato vieron que algunas
caras se pegaban a los cristales, pero nadie se movió. Nunca les había pasado
algo parecido, así que avanzaron hasta el final del pueblo dónde vieron un
corral con las puertas abiertas de par en par y dentro, un hermoso cerdo en canal.
Entraron, y viendo que nadie les miraba, y que ninguna luz les comprometía,
cogieron el hermoso animal, lo cargaron con disimulo y velocidad a lomos de su
mula, y huyeron por el otro lado del pueblo. Amparados por la luz oscura e
indecisa, tiraron los ropajes de cualquier manera, menos los mantos, que
además de porte les daban calor, y desaparecieron hacía la montaña
sin saber a dónde iban. El camino era cada vez más arduo y el tiempo se decantó
por una nevada. El viento soplaba, la noche se echó encima y siguieron andando
ciegos, sin poder parar. No encontraron cueva dónde meterse y temían morir
congelados si se detenían. Su única protección eran los mantos puestos del
revés sobre sus cabezas. Con la certeza de que su última hora estaba
próxima, comenzaron a rezar a los Reyes Magos, pidiéndoles perdón y amparo,
cuando unos ladridos les sacaron de su alucinada marcha y el ruido de un tiro
los hizo estremecer.
Ni un paso más o sois muertos.
Un hombre armado apareció frente a ellos y
al momento, se hizo visible otro, envuelto en una buena capa y cubierto con
sombrero de señor.
En el pueblo hay peste y el cerdo iba a
ser quemado mañana. Os doy a elegir, o volvéis al pueblo con nosotros y quemáis
todos los animales enfermos o dejo que continuéis este camino que lleva a un
páramo y a una muerte segura. Y se limpió la cara y la boca con una mano
enguantada. En el pueblo ya no quedan hombres, así que elegid.
Los tres se miraron y decidieron que mejor
sería hacer lo que les decían. Con un hombre delante y otro detrás con el arma
lista, emprendieron el camino de vuelta. De pronto oyeron "Quién sabe, a
lo mejor los Reyes, como son Magos, hacen un milagro y os salvan el
pellejo". La risa del hombre se perdió con un eco sordo por las montañas.
© Cristina Vázquez Salinero
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