Se
asomó al balcón que caía bajo el torreón izquierdo. Su imagen parecía salida de
otros tiempos. Algo me hizo recordar entonces los sentimientos de otra época,
cuando el brillo de unos ojos y un escote generoso ejercían de motor de mis
ilusiones juveniles. Entró de nuevo y al cerrar los acristalados batientes se
disipó de golpe el flujo de mis evocaciones. Todo el palacio quedó entonces, al
parecer, cubierto por la misma bruma que diluía mis recuerdos. Sonó las dos en
la campana del convento. Su doble tañido me sacó de aquel ensueño. El palacio
seguía allí, pero mi mente estaba ya muy lejos.
Abrí
otra vez el cuaderno cuyas tapas rojas encerraban buena parte de mi biografía,
de mis andanzas interiores por un universo personal que se mostraba siempre
inaccesible a todo esfuerzo por reproducir y definir sus dimensiones. ¿Era yo
quien observaba la ventana? o ¿eran mis ojos meros instrumentos de una
retrovisión imaginaria? Y, de ser este supuesto cierto, ¿quién sería el sujeto
cuya acción ahora experimentaba?
Grises
nubarrones repentinamente hicieron descender la altura de la bóveda celeste.
Ráfagas de húmeda brisa anticiparon la tormenta. Alarmado ante la lluvia
amenazante, cerré el cuaderno con premura y, abandonando el banco donde me sentaba,
eché a correr colina abajo en busca de refugio. Fue entonces cuando, al
conceder una rápida y última mirada al ventanal, vi caer el paño del visillo
que una mano pequeña sujetaba. No, no era pues un sueño. Desde esa ventana
alguien me observaba. Desde ese enorme palacio secularmente abandonado una
entidad, para mí desconocida, se hacía visible reclamando quizás complicidad
desde el pasado con alguien del presente. ¿Estaba mi imaginación yendo muy
lejos o comenzaba a fallar el equilibrio de mi mente?
Entré
en el primer café que encontré abierto. Pedí la infusión de cada tarde sin
advertir que no había tomado almuerzo. Estaba exaltado y también inapetente. En
mi ansiedad acerqué a mis labios con prisa la bebida cuyo calor excesivo me
obligó a retirar bruscamente la taza de la boca. Ello me hizo reaccionar. Sí,
estaba despierto y era consciente de estar viviendo una experiencia que podría
encuadrarse dentro del quehacer de la parapsicología.
Intenté
reorganizar mis pensamientos. Hice un repaso de mis actividades comenzando por
el momento en el cual había abandonado la ducha al levantarme. Todo encajaba
dentro del orden habitual de mis quehaceres cotidianos. Salvo la comida, que me
había saltado probablemente a causa del tardío y abundante desayuno, todo respondía
al orden lógico en aquel momento de mi vida. Pero aún así, algo desequilibraba
la armonía del presente.
Dejé
enfriar la infusión que me sirvieron. Afuera la lluvia deshacía a torrentes la
repentina oscuridad del cielo. La veía caer tras los cristales desde la remota
ubicación de mi conciencia. Llegué a preguntarme entonces qué acontecimiento
inesperado me había abducido, haciendo de mi cuerpo un trozo de materia humana
alejada de la realidad de su existencia. Volví a escuchar la campana de la
iglesia. Una hora había transcurrido desde su anterior tañido. Corría el agua
por las desiertas calles del entorno pero la lluvia parecía disminuir ya sus
rigores. Claros tonos de gris desplazaban con rapidez al color negro que
momentos antes entristecía el cielo de la tarde. Comencé a sentir ganas de
comer. Llamé de nuevo al camarero:
-
¿Qué desea el caballero?
-
Tomaría una perdiz en salsa
de boletos.
-
Lo siento, pero de eso no
tenemos.
-
¿Medio faisán trufado?
- Nunca hemos tenido en
nuestra carta manjares semejantes.- Fue la atónita respuesta del interpelado
quien, en un intento por asumir la circunstancia, añadió muy circunspecto.-
Creo que está Ud. en el sitio equivocado. Pero, si lo desea, puedo traer
nuestro menú y de ese modo podrá hacerse una mejor idea de cuánto podemos
ofrecerle.
-
Gracias. De todas formas es
ya un poco tarde.
Pagué
la cuenta y salí a la calle. Al andar, absorto en mi preocupación, pisaba
charcos que amenazaban mi estabilidad. Era consciente que algo en mí no
funcionaba con normalidad, pero otra vez ascendí la cuesta tras la fuente que
Ventura Rodríguez diseñara dos siglos atrás. Volví a ocupar el banco que antes
había abandonado y sus mojadas lamas al rozar mi espalda me hicieron tiritar.
Apenas había gente por las calles a pesar de ser día de fiesta en todas partes.
Quizás la lluvia y la hora de la siesta prestaban argumentos para esa
inexplicable soledad. La ventana permanecía cerrada y el visillo blanco impedía
escrutar el interior con claridad. Creo que allí permanecí durante una hora o más.
No volví a escuchar el tañir de la campana. Solo recuerdo que estuve
estornudando y aumentó mi tiritona. Intenté regresar a casa y al hacerlo debí
rodar por la verde y húmeda pendiente. Según parece, alguien hubo de llamar al
112 y he amanecido hoy en esta habitación del hospital de Montepríncipe. Ante
las preguntas de los sanitarios temo confesar cuanto ahora he recordado.
© Ramón L. Fernández y Suárez
No hay comentarios:
Publicar un comentario