martes, 5 de julio de 2016

Ramón L. Fernández y Suárez: Uno de junio de 2016



Se asomó al balcón que caía bajo el torreón izquierdo. Su imagen parecía salida de otros tiempos. Algo me hizo recordar entonces los sentimientos de otra época, cuando el brillo de unos ojos y un escote generoso ejercían de motor de mis ilusiones juveniles. Entró de nuevo y al cerrar los acristalados batientes se disipó de golpe el flujo de mis evocaciones. Todo el palacio quedó entonces, al parecer, cubierto por la misma bruma que diluía mis recuerdos. Sonó las dos en la campana del convento. Su doble tañido me sacó de aquel ensueño. El palacio seguía allí, pero mi mente estaba ya muy lejos.

Abrí otra vez el cuaderno cuyas tapas rojas encerraban buena parte de mi biografía, de mis andanzas interiores por un universo personal que se mostraba siempre inaccesible a todo esfuerzo por reproducir y definir sus dimensiones. ¿Era yo quien observaba la ventana? o ¿eran mis ojos meros instrumentos de una retrovisión imaginaria? Y, de ser este supuesto cierto, ¿quién sería el sujeto cuya acción ahora experimentaba?

Grises nubarrones repentinamente hicieron descender la altura de la bóveda celeste. Ráfagas de húmeda brisa anticiparon la tormenta. Alarmado ante la lluvia amenazante, cerré el cuaderno con premura y, abandonando el banco donde me sentaba, eché a correr colina abajo en busca de refugio. Fue entonces cuando, al conceder una rápida y última mirada al ventanal, vi caer el paño del visillo que una mano pequeña sujetaba. No, no era pues un sueño. Desde esa ventana alguien me observaba. Desde ese enorme palacio secularmente abandonado una entidad, para mí desconocida, se hacía visible reclamando quizás complicidad desde el pasado con alguien del presente. ¿Estaba mi imaginación yendo muy lejos o comenzaba a fallar el equilibrio de mi mente?

Entré en el primer café que encontré abierto. Pedí la infusión de cada tarde sin advertir que no había tomado almuerzo. Estaba exaltado y también inapetente. En mi ansiedad acerqué a mis labios con prisa la bebida cuyo calor excesivo me obligó a retirar bruscamente la taza de la boca. Ello me hizo reaccionar. Sí, estaba despierto y era consciente de estar viviendo una experiencia que podría encuadrarse dentro del quehacer de la parapsicología.

Intenté reorganizar mis pensamientos. Hice un repaso de mis actividades comenzando por el momento en el cual había abandonado la ducha al levantarme. Todo encajaba dentro del orden habitual de mis quehaceres cotidianos. Salvo la comida, que me había saltado probablemente a causa del tardío y abundante desayuno, todo respondía al orden lógico en aquel momento de mi vida. Pero aún así, algo desequilibraba la armonía del presente.

Dejé enfriar la infusión que me sirvieron. Afuera la lluvia deshacía a torrentes la repentina oscuridad del cielo. La veía caer tras los cristales desde la remota ubicación de mi conciencia. Llegué a preguntarme entonces qué acontecimiento inesperado me había abducido, haciendo de mi cuerpo un trozo de materia humana alejada de la realidad de su existencia. Volví a escuchar la campana de la iglesia. Una hora había transcurrido desde su anterior tañido. Corría el agua por las desiertas calles del entorno pero la lluvia parecía disminuir ya sus rigores. Claros tonos de gris desplazaban con rapidez al color negro que momentos antes entristecía el cielo de la tarde. Comencé a sentir ganas de comer. Llamé de nuevo al camarero:

-          ¿Qué desea el caballero?

-          Tomaría una perdiz en salsa de boletos.

-          Lo siento, pero de eso no tenemos.

-          ¿Medio faisán trufado?

-    Nunca hemos tenido en nuestra carta manjares semejantes.- Fue la atónita respuesta del interpelado quien, en un intento por asumir la circunstancia, añadió muy circunspecto.- Creo que está Ud. en el sitio equivocado. Pero, si lo desea, puedo traer nuestro menú y de ese modo podrá hacerse una mejor idea de cuánto podemos ofrecerle.

-          Gracias. De todas formas es ya un poco tarde.

Pagué la cuenta y salí a la calle. Al andar, absorto en mi preocupación, pisaba charcos que amenazaban mi estabilidad. Era consciente que algo en mí no funcionaba con normalidad, pero otra vez ascendí la cuesta tras la fuente que Ventura Rodríguez diseñara dos siglos atrás. Volví a ocupar el banco que antes había abandonado y sus mojadas lamas al rozar mi espalda me hicieron tiritar. Apenas había gente por las calles a pesar de ser día de fiesta en todas partes. Quizás la lluvia y la hora de la siesta prestaban argumentos para esa inexplicable soledad. La ventana permanecía cerrada y el visillo blanco impedía escrutar el interior con claridad. Creo que allí permanecí durante una hora o más. No volví a escuchar el tañir de la campana. Solo recuerdo que estuve estornudando y aumentó mi tiritona. Intenté regresar a casa y al hacerlo debí rodar por la verde y húmeda pendiente. Según parece, alguien hubo de llamar al 112 y he amanecido hoy en esta habitación del hospital de Montepríncipe. Ante las preguntas de los sanitarios temo confesar cuanto ahora he recordado.

                                                             





                                                            © Ramón L. Fernández y Suárez

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