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sábado, 15 de julio de 2017

José Carlos Peña: Las campanas

Campana de la torre de la Vela de la Alcazaba.
La Alhambra
                       

                   

Se dice que el filósofo Emmanuel Kant llevaba una vida tan ordenada que sus conciudadanos ponían en hora los relojes cuando lo veían pasar.

Horacio B., el protagonista de esta historia, no llegaba a tales extremos, pero con el paso de los años había logrado sincronizar su rutina diaria con el movimiento de las agujas del reloj.

Todos los días a las seis despertaba con los acordes de La Primavera, de Vivaldi, excepto los fines de semana, para los que había elegido la Pasión Según San Mateo, de Bach, que iniciaba su adagio invariablemente a las ocho de la mañana.

De lunes a viernes, a las ocho menos tres minutos, la alarma del reloj de pulsera le indicaba que había llegado el momento de apurar el último sorbo de café y apagar el cigarrillo para incorporarse al puesto de trabajo, con esa puntualidad que muchos de sus compañeros desdeñaban sin disimular su desprecio. A las doce y media en punto, cuando el sonido de la sirena le avisaba de que había llegado el momento del descanso para comer, dejaba cualquier cosa que estuviera haciendo y no retomaba la actividad hasta que la sirena, de nuevo, volvía a sonar treinta minutos más tarde.

Cuando la sirena volvía a sonar, otra vez, a las cuatro y media de la tarde, él ya había recogido la mesa de trabajo y se dirigía, con puntualidad británica, hacia la puerta de salida.

Luego, algunas horas más tarde, la melodía que marcaba el final de su programa de radio favorito, le provocaba una somnolencia tan intensa que, si dudar un instante se introducía en la cama, apagaba la luz y cerraba los ojos. Escasamente diez segundos después ya estaba dormido.

Frente a los que lo consideraban un snob, o un maniático, él esgrimía toda una serie de argumentos a favor de la vida ordenada, las virtudes de la planificación y las innegables ventajas que comporta ajustarse a un método de eficacia contrastada. Pero lo que nunca decía era que, en realidad, no tenía ni idea de qué hacer con su tiempo ni, por extensión, con su vida. Por ese motivo, cuando el devenir de los acontecimientos del día lo obligaba a hacer alguna excepción, se encontraba perdido; preso de un sentimiento de inseguridad con el que se sentía incapaz de convivir.

Previendo lo que podría ocurrir el día de su jubilación, elaboró con esmero un plan que abarcaba con exactitud todas y cada una de sus actividades diarias, ajustadas al sonido del reloj de la torre de la iglesia, cuyas campanas daban los cuartos, las medias y las horas en punto.

Horacio B., pese a su incipiente sordera, podía escuchar las campanadas tanto desde el interior de su casa como a una distancia razonablemente larga, que era cada vez menor según iba cumpliendo años y su radio de acción se volvía más y más pequeño.

De esta manera, los primeros años de su jubilación transcurrieron plácidamente, libres del desasosiego que produce no saber qué hacer, y lo que es peor, cuando hacerlo.

Pero los tiempos y las sociedades cambian, y cada vez más vecinos manifestaban, su malestar con el insufrible soniquete que suponía para ellos el tañer de las campanas del reloj de la torre, que repetía imperturbable los cuartos, las medias y las horas en punto, fuese sábado o domingo, la hora de la siesta o ese momento del día en que uno se queda absorto, disfrutando del silencio al final de la jornada.

Cuando una mayoría de vecinos consiguió su propósito y el reloj de la torre fue silenciado, Horacio B. sintió temblar la tierra bajo sus pies. Ante él se extendía ahora una inabarcable extensión de tiempo con el que no sabía qué hacer. El complicado castillo de naipes de sus rutinas se vino abajo de repente, la inseguridad y el desasosiego se adueñaron de su ánimo, y experimentó, como nunca antes, el extraño cosquilleo que produce la incertidumbre.

—Esto debe ser —se dijo a sí mismo— lo que algunos llaman libertad.
                                           


© José Carlos Peña



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