Campana de la torre de la Vela de la Alcazaba. La Alhambra |
Se
dice que el filósofo Emmanuel Kant llevaba una vida tan ordenada que sus conciudadanos
ponían en hora los relojes cuando lo veían pasar.
Horacio
B., el protagonista de esta historia, no llegaba a tales extremos, pero con el
paso de los años había logrado sincronizar su rutina diaria con el movimiento
de las agujas del reloj.
Todos
los días a las seis despertaba con los acordes de La Primavera, de Vivaldi,
excepto los fines de semana, para los que había elegido la Pasión Según San
Mateo, de Bach, que iniciaba su adagio invariablemente a las ocho de la mañana.
De
lunes a viernes, a las ocho menos tres minutos, la alarma del reloj de pulsera
le indicaba que había llegado el momento de apurar el último sorbo de café y
apagar el cigarrillo para incorporarse al puesto de trabajo, con esa
puntualidad que muchos de sus compañeros desdeñaban sin disimular su desprecio.
A las doce y media en punto, cuando el sonido de la sirena le avisaba de que
había llegado el momento del descanso para comer, dejaba cualquier cosa que
estuviera haciendo y no retomaba la actividad hasta que la sirena, de nuevo,
volvía a sonar treinta minutos más tarde.
Cuando
la sirena volvía a sonar, otra vez, a las cuatro y media de la tarde, él ya
había recogido la mesa de trabajo y se dirigía, con puntualidad británica,
hacia la puerta de salida.
Luego,
algunas horas más tarde, la melodía que marcaba el final de su programa de
radio favorito, le provocaba una somnolencia tan intensa que, si dudar un
instante se introducía en la cama, apagaba la luz y cerraba los ojos.
Escasamente diez segundos después ya estaba dormido.
Frente
a los que lo consideraban un snob, o un maniático, él esgrimía toda una serie
de argumentos a favor de la vida ordenada, las virtudes de la planificación y
las innegables ventajas que comporta ajustarse a un método de eficacia
contrastada. Pero lo que nunca decía era que, en realidad, no tenía ni idea de
qué hacer con su tiempo ni, por extensión, con su vida. Por ese motivo, cuando
el devenir de los acontecimientos del día lo obligaba a hacer alguna excepción,
se encontraba perdido; preso de un sentimiento de inseguridad con el que se
sentía incapaz de convivir.
Previendo
lo que podría ocurrir el día de su jubilación, elaboró con esmero un plan que
abarcaba con exactitud todas y cada una de sus actividades diarias, ajustadas
al sonido del reloj de la torre de la iglesia, cuyas campanas daban los
cuartos, las medias y las horas en punto.
Horacio
B., pese a su incipiente sordera, podía escuchar las campanadas tanto desde el
interior de su casa como a una distancia razonablemente larga, que era cada vez
menor según iba cumpliendo años y su radio de acción se volvía más y más
pequeño.
De
esta manera, los primeros años de su jubilación transcurrieron plácidamente,
libres del desasosiego que produce no saber qué hacer, y lo que es peor, cuando
hacerlo.
Pero
los tiempos y las sociedades cambian, y cada vez más vecinos manifestaban, su
malestar con el insufrible soniquete que suponía para ellos el tañer de las
campanas del reloj de la torre, que repetía imperturbable los cuartos, las
medias y las horas en punto, fuese sábado o domingo, la hora de la siesta o ese
momento del día en que uno se queda absorto, disfrutando del silencio al final
de la jornada.
Cuando
una mayoría de vecinos consiguió su propósito y el reloj de la torre fue
silenciado, Horacio B. sintió temblar la tierra bajo sus pies. Ante él se
extendía ahora una inabarcable extensión de tiempo con el que no sabía qué
hacer. El complicado castillo de naipes de sus rutinas se vino abajo de
repente, la inseguridad y el desasosiego se adueñaron de su ánimo, y
experimentó, como nunca antes, el extraño cosquilleo que produce la
incertidumbre.
—Esto
debe ser —se dijo a sí mismo— lo que algunos llaman libertad.
©
José Carlos Peña
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