Del mismo modo que Marcel Proust fue capaz de
divagar a lo largo de treinta páginas a propósito de una simple magdalena, Pep
Fontana podía, aquella fría mañana de noviembre, dedicar todo el tiempo que fuera necesario a evocar
sus viejos recuerdos frente a una taza de café.
En realidad a él, al principio, hace ya
muchísimos años, no le gustaba el café. Desayunaba todos los días leche con
cacao en la vieja y destartalada cocina de sus padres, sentado junto a la
estufa; pero asistía con fascinación al ritual que cada mañana, muy temprano,
llevaban a cabo los mayores de la casa. Su madre molía despacio los granos
oscuros, ponía agua a hervir y cuando ya el aroma del café traspasaba los
umbrales de la cocina y llegaba hasta cada uno de los rincones de la pequeña
casa, solo entonces, su padre y sus hermanos mayores aparecían somnolientos y
despeinados en la cocina, se sentaban alrededor de la mesa y empezaban a
pelearse por las tostadas. Pep los observaba mientras iba mojando las galletas,
una a una, en el tazón de leche con cacao y deseaba ser algún día como ellos.
El primer café, creía recordar, no lo tomó con
el desayuno. Fue un anochecer, cuando ya era casi un adolescente y su madre
puso frente a él, sobre la mesa redonda del cuarto de estar, atiborrada de libros y
cuadernos, un pequeña y humeante taza.
—Tómate esto —le dijo— si tienes que estudiar toda la noche vas a necesitar un
poco de ayuda.
Pep
Fontana no pensaba estudiar toda la noche, ni mucho menos, pero el efecto que
le produjo aquel líquido oscuro, espeso y amargo fue suficiente para mantenerlo
despierto durante horas, incluso cuando su mente vagaba ya por caminos que
estaban muy distantes del contenido de los libros de texto. Al día siguiente,
además, se presentó al examen sin haber dormido apenas, agotado y con los
nervios a flor de piel, consciente del desastroso resultado que iba a obtener.
Luego vinieron muchos más cafés. Unos en casa
con el desayuno y otros en la taberna que había frente al instituto, donde se
refugiaba con su compañeros huyendo de las clases y los profesores más
aburridos, y ocupaban el tiempo compartiendo improbables ilusiones de futuro.
También
en la cantina de la facultad corría el
café con abundancia, tanto si él y sus compañeros pasaban la mañana jugando a
los dados o se enzarzaban con ardor en discusiones bizantinas sobre las
ventajas y los inconvenientes de la revolución que estaba por llegar.
En
la madurez las cosas cambiaron y Pep Fontana, ahora que tenía tiempo, hubiera
podido recordar todos y cada uno de aquellos cafés con leche, fríos y mucha
azúcar, preparados el día anterior y tomados precipitadamente a las cinco de la
mañana, mientras se vestía procurando no hacer ruido para no despertar a su
mujer y a los niños; inmediatamente antes de internarse en la gélida madrugada
de Madrid, camino del trabajo.
Y
los cafés cortados de la máquina del pasillo, en la fábrica, rodeado de amigos y competidores, ambos las
mismas personas, hablando, precipitadamente de fechas, presupuestos y plazos de
ejecución. Convencido de que todo cuanto dijera sería utilizado en su contra;
bien en un rincón de la oficina o bien en el despacho del jefe.
Y
puestos a recordar, ¿qué decir de aquellos cafés de madrugada en algún lugar
lejano, o un té, dependiendo del país donde se encontrara? Con otras gentes y
otras costumbres, deseando sacar adelante el trabajo con la mente perdida en
Madrid, concretamente en el salón de su casa, donde su mujer y sus hijos
estarían viendo la televisión y quizá, solo quizá, acordándose de él.
Muchos
cafés y muchos días a lo largo de toda una vida, los unos amargos, los otros
dulces, unos espesos y otros suaves y livianos; con leche, cortados, carajillos
después de comer para mejorar la digestión y solos a media tarde, para levantar
el ánimo cuando aún queda una larga jornada por delante.
A
estas alturas, Pep Fontana no estaba seguro de si había valido la pena
iniciarse en el hábito del café porque, en realidad, lo que él añoraba en estos
momentos era la leche con cacao y galletas que le ponía su madre sobre la mesa
cada mañana. Sobre todo, teniendo en cuenta el café tan malo que sirven en las
residencias de ancianos.
©
José Carlos Peña
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