La brusca sacudida del autobús despertó a Paloma. Tuvo que cerrar los ojos pues creyó que no podría soportar el resplandor de tan deslumbrante luz. La había ido a recoger al pueblo su tía Casilda, una mujer viuda hermana de su madre, para que pasara una temporada larga en un clima más benigno y fortalecer su salud. Dejó con desasosiego y toses la casona de piedra, rodeada de verdes montañas y días de bruma. Al despedirse, desde la parte de atrás del autocar de línea, creyó que el corazón se le iba a partir.
El viaje largo con incómodas paradas, la
mano huesuda y desconocida de su tía como único soporte, la llevaron a
refugiarse en un duermevela que se transformó en sueño del que despertó
con la sacudida de la llegada. La casa encalada daba al puerto. El olor
intenso del mar, el reflejo como un cuchillo plateado del sol sobre el
agua y el azul del cielo, la hicieron sentir un estallido de vida y
fuerzas que enseguida le dieron ganas de jugar y reír. Una mañana
encontró a un chico sentado en el mirador de casa de la tía mojando un
bizcocho.
—Este niño es el hijo de mi vecina y se llama Martín.
Rubio, con un flequillo de estopa, no levantó la cara de su tazón hasta que lo acabó y sin más preámbulo, dijo.
—Anda niña, vamos a la calle.
Un ritual que se repetía todos los años
en que siguió yendo a pasar el verano, era ir a ver con Martín cómo
sacaban los atunes. De niños miraban fascinados con un punto de
repugnancia y excitación a los hombres que arrastraban los animales
plateados, alguno aún coleando en medio de la sangre y los gritos. Eran
como monstruos que los habían limado con piedra pómez, por eso no tenían
escamas, aseguraba Martín con una sabiduría que a ella le pareció
innegable. Pero nunca los arrastraría, juraba, ese olor le revolvía el
estómago, y con un gesto despectivo remataba que eso era trabajo de
gente pobre. También le enseñó a coger higos chumbos sin clavarse las
espinas, a hacer cabañas al lado del río, a robar sandías y a correr sin
parar por una playa blanca, infinita.
—El que cuente más lomos gana.
Al pasar los atunes a veces se les veía
brillar en el agua. Y el que ganara, premio. Siempre triunfaba él y las
recompensas pasaron de pedirle que le buscara conchas negras, o le
trajera chicles a que le diera un beso y luego una caricia. Cuando
crecieron, los chicos que antes miraban sacarlos de las barcas, con
apuestas de cual se atrevería a tocar el ojo o la aleta que tenía
poderes, eran los que se esforzaban en tirar de los peces. Y entre ellos
Martín.
La noche antes de volver Paloma a su
pueblo de brumas y obligaciones, Martín, recién duchado, aunque con cara
de asco, no conseguía quitarse el rastro de olor a pescado, protestaba
rabioso. Nunca más volvería a oler así, porfiaba al abrazarla en las
dunas con la impaciencia de la despedida.
—Yo me marcho, Paloma, no aguanto más este pueblo y esos peces.
Y con desesperación le pedía que se
fuera con él. En cuanto encontrara un trabajo le escribiría y podrían
estar juntos. La luna colgaba del cielo con desvergüenza naranja, y el
rumor del mar y los cañaverales cercanos fue una música que a ella la
acompañó su vida entera.
Las cartas no llegaron y no supo nada de
él durante muchos veranos. El esplendor de la luz se marchitaba igual
que ella. Dejó de ir al pueblo y los atunes le resultaron horrendos y
malolientes, el olor que él odiaba. Cuando murió la tía fue a recoger la
casa y se acercó al puerto a despedirse de su juventud, de su tiempo
dorado, y vio unos marineros apoyados entre los peces en actitud
despectiva, como si estar ahí sin ayudar ni mirar a los hombres que
faenaban les diera una categoría superior. Y en la figura que estaba de
espaldas creyó reconocer a Martín, que charlaba descuidado con los otros
hombres. Se acercó a él y cuando se dio la vuelta casi no le reconoce
de lo estropeado que estaba del mar, el sol, del aire. Su pelo rubio
estaba ralo, y sus manos, recuerdo de dulzuras insondables, llenas de
callos que le rasparon al estrechársela en un saludo convencional, sin
emoción. Él tardó en reconocerla, la sobrina de Doña Casilda, quién lo
diría.
—Una amiga de la infancia—la presentó a los otros.
Y en su voz no encontró el eco deseado,
ni en su mirada un destello. Y el recuerdo atesorado con reverencia de
los cañaverales moviendo la noche, el mar en las dunas, sus ardientes
abrazos, se diluyó como el rastro rojizo de la sangre de los peces en el
suelo.
—Hasta otro rato Paloma.
Y se giró para seguir con su charla.
No hay comentarios:
Publicar un comentario