sábado, 29 de febrero de 2020

Cristina Vázquez: Cada verano



La brusca sacudida del autobús despertó a Paloma. Tuvo que cerrar los ojos pues creyó que no podría soportar el resplandor de tan deslumbrante luz. La había ido a recoger al pueblo su tía Casilda, una mujer viuda hermana de su madre, para que pasara una temporada larga en un clima más benigno y fortalecer su salud. Dejó con desasosiego y toses la casona de piedra, rodeada de verdes montañas y días de bruma. Al despedirse, desde la parte de atrás del autocar de línea, creyó que el corazón se le iba a partir.

El viaje largo con incómodas paradas, la mano huesuda y desconocida de su tía como único soporte, la llevaron a refugiarse en un duermevela que se transformó en sueño del que despertó con la sacudida de la llegada. La casa encalada daba al puerto. El olor intenso del mar, el reflejo como un cuchillo plateado del sol sobre el agua y el azul del cielo, la hicieron sentir un estallido de vida y fuerzas que enseguida le dieron ganas de jugar y reír. Una mañana encontró a un chico sentado en el mirador de casa de la tía mojando un bizcocho.
—Este niño es el hijo de mi vecina y se llama Martín.
Rubio, con un flequillo de estopa, no levantó la cara de su tazón hasta que lo acabó y sin más preámbulo, dijo.
—Anda niña, vamos a la calle.
Un ritual que se repetía todos los años en que siguió yendo a pasar el verano, era ir a ver con Martín cómo sacaban los atunes. De niños miraban fascinados con un punto de repugnancia y excitación a los hombres que arrastraban los animales plateados, alguno aún coleando en medio de la sangre y los gritos. Eran como monstruos que los habían limado con piedra pómez, por eso no tenían escamas, aseguraba Martín con una sabiduría que a ella le pareció innegable. Pero nunca los arrastraría, juraba, ese olor le revolvía el estómago, y con un gesto despectivo remataba que eso era trabajo de gente pobre. También le enseñó a coger higos chumbos sin clavarse las espinas, a hacer cabañas al lado del río, a robar sandías y a correr sin parar por una playa blanca, infinita.
—El que cuente más lomos gana.
Al pasar los atunes a veces se les veía brillar en el agua. Y el que ganara, premio. Siempre triunfaba él y las recompensas pasaron de pedirle que le buscara conchas negras, o le trajera chicles a que le diera un beso y luego una caricia. Cuando crecieron, los chicos que antes miraban sacarlos de las barcas, con apuestas de cual se atrevería a tocar el ojo o la aleta que tenía poderes, eran los que se esforzaban en tirar de los peces. Y entre ellos Martín.
La noche antes de volver Paloma a su pueblo de brumas y obligaciones, Martín, recién duchado, aunque con cara de asco, no conseguía quitarse el rastro de olor a pescado, protestaba rabioso. Nunca más volvería a oler así, porfiaba al abrazarla en las dunas con la impaciencia de la despedida.
—Yo me marcho, Paloma, no aguanto más este pueblo y esos peces.
Y con desesperación le pedía que se fuera con él. En cuanto encontrara un trabajo le escribiría y podrían estar juntos. La luna colgaba del cielo con desvergüenza naranja, y el rumor del mar y los cañaverales cercanos fue una música que a ella la acompañó su vida entera.
Las cartas no llegaron y no supo nada de él durante muchos veranos. El esplendor de la luz se marchitaba igual que ella. Dejó de ir al pueblo y los atunes le resultaron horrendos y malolientes, el olor que él odiaba. Cuando murió la tía fue a recoger la casa y se acercó al puerto a despedirse de su juventud, de su tiempo dorado, y vio unos marineros apoyados entre los peces en actitud despectiva, como si estar ahí sin ayudar ni mirar a los hombres que faenaban les diera una categoría superior. Y en la figura que estaba de espaldas creyó reconocer a Martín, que charlaba descuidado con los otros hombres. Se acercó a él y cuando se dio la vuelta casi no le reconoce de lo estropeado que estaba del mar, el sol, del aire. Su pelo rubio estaba ralo, y sus manos, recuerdo de dulzuras insondables, llenas de callos que le rasparon al estrechársela en un saludo convencional, sin emoción. Él tardó en reconocerla, la sobrina de Doña Casilda, quién lo diría.
—Una amiga de la infancia—la presentó a los otros.
Y en su voz no encontró el eco deseado, ni en su mirada un destello. Y el recuerdo atesorado con reverencia de los cañaverales moviendo la noche, el mar en las dunas, sus ardientes abrazos, se diluyó como el rastro rojizo de la sangre de los peces en el suelo.
—Hasta otro rato Paloma.
Y se giró para seguir con su charla.


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