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viernes, 13 de marzo de 2020

Malena Teigeiro: Sisarga grande


Como todas las mañanas, Marta corre por la playa. El humo y el ruido de la sala de bingo en donde durante toda la semana trabaja le queman los pulmones, y al igual que otras personas se toman píldoras de vitaminas, ella había decidido levantarse una hora antes y correr por el borde del mar, inundándose de humedad y olor a sal. Le gusta llevar la mirada fija en el horizonte, y solo la dirige al suelo cuando sus pies descalzos tropiezan con algún objeto que la dañan. Suelen ser conchas de ordinarios mariscos, viejas y podridas maderas o trozos de cristal pulidos por las olas, que la hacen soñar con mensajes lanzados en botellas por antiguos marinos o en restos de copas arrojadas por la borda en amorosos brindis. Siempre acaba guardándoselos en los bolsillos, de hecho, tiene varias lámparas cuyos pies están formados por peceras llenas de estos cristales de colores.

Aquella mañana tropieza con una especie de huevo blanco. ¿Qué hace aquí un huevo de avestruz?, musita con la respiración entrecortada. Agachándose a recogerlo, recuerda una película en la cual unos niños encuentran un huevo, que una vez incubado por los chiquillos, resultó ser algo así como el dinosaurio del lago Ness. Después de desenterrarlo, le parece que es un trozo de mármol. Con la pesada piedra en las manos, se acerca a la orilla, la introduce en el agua y la limpia con cuidado. Poco a poco, tallado en la piedra, fue apareciendo el serio rostro de una mujer, que le pareció que la contemplaba. Sacó la piedra del agua y rozándola con arena, intenta limpiarle las algas. Pero por más que frota, no lo consigue. Volvió a introducirla en el mar. Los sargazos que rodeaban el rostro comenzaron a mecerse como el cabello de la más hermosa de las medusas, enredándose entre sus dedos. Separándolos, acarició la perfecta nariz, la boca y la lisa frente. Siente que la piedra comienza a calentarse, tanto que parece quemarle los dedos. Asustada la soltó, y aunque era un pesado mármol, ve cómo se hunde lentamente. Y ve que el antes hierático y serio rostro de mujer, ahora parece sonreírle. ¿Quieres volver al fondo del mar? ¿Eso es?, murmuró viendo cómo las algas la envolvían, hasta que aferrándose a su rostro con la suavidad de hilo de una crisálida, la hacen desaparecer.

Cuando vuelve del trabajo aquella tarde, a pesar de que casi era de noche, Marta regresa a la playa acompañada por su novio, Antonio, dueño de una motora amarilla, con asientos de madera forrados de plástico negro, no muy nueva. ¿Dónde está ese tesoro de piedra viviente?, le pregunta apoyándole una mano encima del hombro. Ella, extendiendo el brazo, le señala el lugar en donde la dejó por la mañana. Se introdujeron en el mar hasta que la encontró, ahora envuelta en luminosas algas de extraño color violeta. Él sostuvo la cabeza de piedra entre las manos contemplando el hermoso rostro. ¿Y vas a devolver esto al mar? ¿Serás capaz? Ella inclina la cabeza, y Antonio se encoge de hombros. Juntos, se subieron a la barca amarilla y navegaron más allá del centro de la ría, hasta donde se juntan las aguas del Atlántico con las de los ríos que bajan de la montaña, y guiados por la luz de la luna, continuaron navegando no muy lejos de la costa. Sigue, sigue, le decía cada vez que él le indica que tienen que volver. Ya está bien, mujer, escuchó Marta su voz alta, fuerte, través del ruido del motor. Todavía no, le contesta Marta. Y al acercarse a la isla Sisarga Grande, donde estuvo la ermita de Santa Mariña, la que arrasaron los normandos, aquella tan milagrosa y de la que nadie encontró piedra o reliquia alguna, el motor de la barca se paró, quedándose quieta, apenas mecida por el vaivén de la mar. Entre los dos cogieron la piedra, y con cuidado la depositaron sobre la superficie del profundo y negro mar. Agarrados a la borda, la vieron hundirse con el sonriente rostro que parecía mirarles agradecida. Bajaba lenta, regia, rodeada de peces de colores que como si de guardias de corps se tratara, la acompañaban hasta hacerla desaparecer entre la negrura de las aguas del profundo mar.

Y dicen que desde entonces, y no se sabe por qué, los marineros que navegan cerca de aquellas costas, sienten que una suave fuerza abate a los barcos hacia una nueva derrota.



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