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viernes, 13 de noviembre de 2020

Malena Teigeiro: Doña Matilde y Don Alarico


La nube a la que el espíritu de doña Matilde se asomaba, le permitía divisar al completo el esplendor de aquellas que fueron sus tierras, plantadas de viejas y cuidadas cepas.
—Mira Alarico. Mira cómo tiene el chico las viñas. Nunca han estado así, secas, sin espurgar, llenas de sarmientos —le decía a su adorado esposo quien sesteaba en una nube cercana.
Sintió doña Matilde que se le encogía el corazón. Nunca, desde que los romanos se las habían entregado a su familia, habían estado tan abandonadas. Y ella tenía conocimiento cierto de todo lo referente a sus vides, porque, desde que había memoria escrita en los archivos del pueblo, aquellas viñas habían pertenecieron a sus ancestros. En los nuevos tiempos, ya utilizando las ventajas de la civilización, su abuelo, su padre y luego ella, las trabajaron y mimaron con el mismo celo con que cuidaron a sus descendientes. Y su hijo ––¿por dónde andará ahora?––, aunque no tan bien como ellos, también lo hizo. Sin embargo, al cumplir los sesenta y cinco años al chico ––para ella siempre sería su pequeño––como un remusguillo, le había entrado un enorme deseo de viajar, de divertirse, de gozar de la vida. Como consecuencia de ello, le legó la bodega y las vides a su hijo, a la sazón nieto de doña Matilde. Y ahora Alariquito, el nieto… Ése era otro cantar.
––A mí, lo que de verdad me priva es la noche ––repetía el joven acariciándose las flacas y amarillas mejillas.
 Y esas pálidas, ojerosas y verdilunas mejillas, eran la muestra de que en cuanto llegaba la oscuridad Alariquito, iría de un lado para otro, y no siempre con un buen fin. Sin embargo, doña Matilde creía, y siempre de buena fe, que la culpa no era suya sino de aquella, la madre del chico, que desde que entrara en la familia solo se preocupó por los lujos y las fiestas
––Menos mal que tuvo a bien morirse pronto, sino… ––rumiaba siempre que tenía ocasión.
Y ahora, cuando con las obligaciones de la finca estaba un poco más reposado, el joven descubrió internet, con lo que se pasaba el tiempo conectado. Una noche Alariquito se dio de bruces con un casino virtual. Al abrir la página, el sonido, tan real, de las máquinas, el verde color de los tapetes, le atrajeron más que cualquier cosa de las que había disfrutado hasta el momento. Trasegando con el ratón, y sin saber cómo ni por qué, vio que le ofrecían gratis doscientos euros. Sin pensarlo dos veces, decidió probar y gastárselos en unas manitas de póker. Y a pesar de que lo único que conocía sobre este arte era a través de las películas de vaqueros, tuvo suerte y dobló la cantidad en poco tiempo. Entendiendo que aquello era sencillo y que a él se le daba bien, decidió comprar otros doscientos euros en fichas. Volvió a ganar. Puso otros doscientos, y otros, y sin que se diera cuenta comenzó a entrarle el gusanillo y ahora, allí se encontraba, sentado delante del notario, marcadas todavía más las ojeras, entregándole las viñas a su compañero de cartas. ¡Ay, Señor! Si se enteraran sus abuelos allá en el cielo, pensaba para sí compungido mientras estampaba la firma.
Y fueron pasando los días hasta que doña Matilde, que como siempre que había un cielo claro no dejaba con preocupación y tristeza de contemplar sus abandonadas fincas, de pronto pegó un respingo.
––¿Quiénes eran aquellos que andaban entre sus viñedos?
Vuelta hacia su esposo, quien a aquellas horas se encontraba ya acostado entre nubes de blanco algodón tal y como había hecho en vida, gritó: Alarico, mira, ven. Él, como si no la oyera, intentó seguir descansando. Que vengas, ¡hombre! Y don Alarico conociendo a su señora, calmoso, casi sin abrir los ojos, se incorporó y remando su nube, se colocó a su lado.
—Pero ¿qué hacen esos tractores entre las hiladas de vides arrancando las ramas con sus pinzas de metal?
Sintió la dama en su espíritu el dolor, el daño que aquellos hierros les causaban a sus retorcidas y hermosas cepas. De pronto vio que allá, a lo lejos, otro tractor iba arrancando los viejos y añosos troncos. ¿Pero qué sucedía? Aun siendo difunto, el rostro de su esposo, palideció. Ella, transida, cruzó las manos. Decidieron que, por la noche, único momento en que los espíritus pueden entablar conversaciones con los humanos, visitarían a su nieto. Intranquilos esperaron. Y al llegar esa hora en la que ya casi iba a amanecer bajaron hasta su viejo caserón, hogar de sus ancestros. Cuando entraron en la habitación de su nieto, lo encontraron plácidamente dormido con un arrugado documento entre las manos. ¿Qué será? Sin despertarlo, con mucho cuidado se lo quitaron y lo leyeron. Compungidos, volvieron a su lugar en la Eternidad.
Y como pasearse entre sus viñas había sido el goce mayor que doña Matilde había tenido en su larga y próspera vida, su esposo que preocupado veía cómo se agostaba su relamido espíritu, la animó a volver a hacerlo. Y ella, al principio con desgana, luego ya contenta, colgada del brazo de su amado Alarico, se paseaba entre los restos del viñedo hasta esa hora de la madrugada en la que la luz del sol amenaza con apagar la luna.
Y dicen quienes han visto sus incorpóreos cuerpos garbeando entre las hiladas de cepas, que al cruzarse con ellos, los ancianos al igual que siempre habían hecho en vida, saludan amablemente a unos, preguntan por sus familias a otros y se interesan por los hechos del lugar si se da la casualidad de que son el cura o el alcalde.
Y también se habla de que el nuevo dueño llora su precipitación al arrancar las antiguas cepas, pues el vino que sale de esas entre las que doña Matilde y don Alarico pasean, tiene un duende especial, al decir de los entendidos, único en el mercado, mientras que de las nuevas apenas son capaces de obtener un mal vinagre.

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