Ya no
puedo ir al campo a buscar junquillos en primavera. Cada vez están más lejos y
el calor del verano se adelanta y agosta todo lo que verdea. Solo florecen
escondidos en algunas dehesas cercanas y en las alturas. En este paisaje mesetario todo es llano, si acaso un cerro pequeño, el de Lapuente.
Arriba están los restos del palomar que hizo el alcalde. No tiene techo y enseña las vigas carcomidas,
como un mastodonte en un paisaje donde crecen el tomillo y las retamas
raquíticas. Ya no hay palomas. Hubo un
tiempo, en el que atrajo a todas las de los alrededores porque estaba en alto. No sabemos si las ahuyentó el viento
o se cansaron de estar allí, las palomas son muy suyas, como las que habitaban
en la torre de la iglesia, que no soportaron el ruido de las campanas y se
fueron a un lugar más amable.
Los
junquillos silvestres tenían un olor muy delicado y, costaba mucho hacer un
ramo pequeño, lo que abarca la mano, pero si lo conseguías era como abarcar la
primavera.
Ya no
voy nunca al rio a bañarme cuando aprieta el calor. La charca donde nos
bañábamos ya no existe y mis amigas se
han ido. Íbamos a la hora de la siesta para que nadie nos viera, pero los
chicos lo sabían y nos seguían a distancia. Un día nos sorprendieron y se
metieron con nosotras en el rio. Volvimos juntos al pueblo ¡Qué escándalo! Al
día siguiente, el cura no quería darnos la comunión si antes no confesábamos. Ya
nadie se baña en el rio, ni lava la
ropa, ni la tiende al sol. No cantan ni charlan, ni ríen a la sombra de los
álamos. El rio se ha secado, solo quedan
juncos y cantos rodados en su cauce. Los ojos del puente están vacíos y,
retumba en ellos el eco de nuestras voces.
Ya no
puedo ir a rezar a la iglesia, cuando toca la campana por la mañana temprano,
para anunciar la misa, ni tampoco al anochecer, cuando anuncia el rezo del
rosario y los pájaros se recogen para dormir en los árboles que la rodean.
Tampoco puedo ir a refugiarme en el silencio de sus muros, a meditar y a
pensar… No puedo recibir el consuelo de la confesión de mis pecados, ni
comulgar con la inocencia de la niña que era entonces.
Ya no
puedo ir a rezar a la iglesia, no porque no oiga las campanas o porque esté
lejos. No puedo ir a rezar a la iglesia
porque no creo en Dios.
© Socorro González-Sepúlveda
No hay comentarios:
Publicar un comentario