Cuando trabajaba en el taller de costura, escuchábamos
todos los seriales de la radio mientras cosíamos. También hablábamos de novios.
Yo no les contaba nada a mis compañeras, pero sabía que Tomás se me
declararía en las próximas fiestas.
Lo conocía desde siempre. Su era estaba pegada a la mía.
Siempre me miraba de una forma especial, como si quisiera comerme y, a la vez,
como si yo estuviese arriba, en un lugar muy alto, y él no me alcanzase. Yo
sentía un calor, que me subía del estómago a la cabeza, y me llenaba de
alegría. Una alegría, que nunca antes había sentido.
Llegaron las fiestas y, cuando los músicos empezaron a tocar, yo le esperé sin
atreverme a bailar con otros, pero él no se decidía a sacarme a bailar. Ya muy
tarde, se acercó a mí un poco bebido. Luego supe que lo hizo para atreverse.
─¡Tienes que casarte conmigo! ─dijo de sopetón.
─¡Será si yo quiero! ─le contesté.
─Eres la más guapa del baile y la más alta ─él era
bajito─. Me dio la risa.
─¿Por eso te quieres casar conmigo?
─No solo por eso ─s
Cuando acabó el baile ya éramos novios.
La boda fue en septiembre y un mes antes, en agosto con todo el
calor, la petición de mano. Por la noche, vinieron a pedirme toda la familia de
Tomás, sus padres y todos sus hermanos, que eran muchos. Preparamos la mesa del
comedor con galletas y vino dulce. Todos comieron y bebieron mucho, como si no
hubiesen cenado. El padre de Tomas me regaló la pulsera de pedida. Mi padre
dijo que nos compraría los muebles, que ya estaban encargados y pusimos fecha
para la boda. Se habló del banquete y de los invitados, del ajuar y de lo que
cada uno aportaría para poner la casa. Tomás estaba muy contento, porque de sus
hermanos era el primero que se casaba.
Llovió el día de la boda, pero no se mojó el vestido, todo
blanco de blonda, con el velo de tul, el mismo que llevó mi madre en su boda.
Nos casó el mismo cura que nos había
bautizado, don Hilario, que llevaba más de veinte años en el pueblo y quería
mucho a Tomás. Nos hizo un sermón muy bonito, que hizo llorar a la madre de
Tomás. Yo pensaba que ese día no era para llorar y me distraje con las flores
que adornaban la iglesia. Eran blancas.
Un tío de Tomás nos dejó una casa para vivir hasta que nosotros
tuviéramos la nuestra. Era una casa pequeña, de una sola planta, pero el patio
y el corral eran grandes. En el patio había un peral y un rosal. Yo puse
tiestos con geranios y sembré alhelíes. Las gallinas, que compramos a una
vecina, las pusimos en el corral en un gallinero que improvisamos. Eran muy
ponedoras y cada día sacaba tres o
cuatro huevos; cuando juntaba una docena iba a venderlos a la tienda, también
guardaba para hacer dulces. Me gustaba
mucho cuidar de las gallinas y coser en el patio. Allí tenía Tomás dos jaulas
con perdices de reclamo. Cazar era algo que
le gustaba una barbaridad y salía muchos domingos a cazar con sus amigos. A mí
me llevó un día con él y le dije que nunca más volvería, que era engañar a las
pobres perdices cuando acudían al canto del macho. Tomás se reía. Se reía
siempre y por todo. Mi hermana decía que tenía un buen carácter y yo mucha
suerte de estar casada con él.
No hacía ni tres meses que nos habíamos casado, cuando me quedé
embarazada. Me lo notó la madre de Tomás, porque había tenido muchos hijos. Cuando
llegó Tomás del campo se lo dije. Me cogió en brazos y empezó a dar vueltas
conmigo loco de alegría. Cuando me soltó, yo estaba tan mareada que tuvieron
que sujetarme para no caer.
La niña nació un día de febrero que hacía mucho viento y frío.
Tomás fue a avisar a mi hermana para que ayudase a la comadrona, que no hacía
más que decir: ¡Empuja! ¡Empuja un poco más! Sentía un dolor tan grande que
pensaba que me moría y gritaba llamando a mi madre, ─que había muerto cuando yo
tenía doce años─. Cuando la comadrona me enseñó la niña, casi no la miré. Solo
tenía ganas de llorar. Tomás entró en la habitación y dijo que era muy bonita,
pero se le notaba la desilusión porque
no había sido un niño.
Luego llegó un niño, después otro y otro. Tomás decía que cada
vez eran más guapos, que habíamos aprendido a hacerlos muy bien y, que, el día
de mañana, tendría muchas ayudas en el campo. Yo me enfadaba y le decía que no
quería que mis hijos, de mayores, trabajaran en el campo; que yo quería que
fueran médicos o veterinarios, como los que había en el pueblo, que eran
respetados por todos. Tomás se reía y contestaba que ya se vería, que estudiar
en la capital costaba mucho dinero, que eso era para los ricos.
Dinero no teníamos pero teníamos algunas tierras que me había
dado mi padre como dote. Tomás siempre decía que las tierras no se vendían
porque pasaban de padres a hijos, que así había sido toda la vida.
Los niños, menos los dos últimos, iban a la escuela. Les gustaba
estudiar y eran muy listos, eso decía el maestro y la maestra de mi hija mayor,
que estaba muy alta y era muy responsable. Los niños eran más traviesos,
alegres como Tomás y rubios igual que
él.
Aquel invierno fue muy duro. Costaba mucho calentar la casa
solamente con la lumbre en la cocina y un brasero en el comedor. Juanito, el
tercero de mis hijos, que se constipaba cada invierno, cayó enfermo. El médico,
que venía cada día a visitarlo, mandó que guardase cama. Dijo que aislase al
enfermo del resto de mis hijos, que lavase sus platos aparte. Tenía
tuberculosis. Se me cayó el mundo encima. Yo ventilaba bien la habitación y
abrigaba al enfermo con una manta y una pelliza de su padre, que había
arreglado para él. Juanito pálido y con la cara roja por la fiebre se parecía a
la Blancanieves del cuento. Cuentos quería que le contasen todo el rato. Yo
pasaba con él todo el tiempo que podía.
Me llevaba la costura a su cuarto y le hacía compañía. Los niños cuando iban a
verle no pasaban de la puerta. Tomas, cuando venía del campo, lo primero que hacía
era ir a ver al niño y siempre le traía algo: unos huevos de paloma, un pájaro
o una piedra redondita como una pelota pequeña. Él se ponía muy contento, pero
su padre salía de la habitación muy triste.
Cuando llegó la Navidad, pusimos el belén en el comedor. Era un belén sin figuras humanas solo tenía ovejas,
patos y gallinas y un niño Jesús muy grande, desproporcionado. Tomás hizo una zambomba para cada niño, no la
estrenaron. No pudimos ir a la Misa del Gallo, como otros años. Tomás encendió
un buen fuego en la cocina y allí cenamos. Oíamos desde casa a la gente que pasaba
cantando. Las coplillas alegres de la Navidad me sonaban tristes. Esa noche, Tomás
y yo, la pasamos entera en la habitación del niño. Estaba muy malito.
El día que murió, amaneció nevado. El patio, el corral, los
tejados y la calle estaban blancos y silenciosos. El reloj de la plaza daba las
horas y se oían lejanas, como en sordina. Mi hijo murió de madrugada y no pudo
ver la nieve. Yo estaba vacía por dentro, y no podía llorar. La casa se fue
llenando de gente. Vinieron la familia, los vecinos, los amigos. Yo no quería
ver a nadie solo quería estar con mi niño. Mi hermana me ayudó a vestirlo, la
misma que me ayudó a traerlo al mundo. Mi hija se ocupó de lavar y vestir a los
niños y de explicarles que su hermano había muerto.
Llegó la hora del entierro. Ya estaba preparado el niño en su
caja de madera forrada de raso blanco, adornada con flores de papel, también
blancas, de las que hacen las monjitas.
La iglesia estaba llena. Los hombres no habían ido al campo ni los niños a la
escuela por la nevada. Tocaban las campanas.
─Tocan a gloria ─dijo alguien─ porque es un niño.
Después de la misa, todos nos dirigimos al cementerio. Yo quise
acompañar al niño hasta el final, llegué rodeada de mis hijos. En un rincón
habían cavado un hoyo. Allí nos dirigimos, Tomás me sostenía, el dolor que yo
sentía me impedía fijarme en el suyo, pero me fije en el blanco de la nieve,
todavía sin pisar, sobre las tumbas, sobre los cipreses… y en la gente que nos
miraba con pena.
Cuando volvíamos del cementerio, anochecía. La nieve ya estaba
sucia y se empezaba a derretir, los tejados goteaban y se encendían las escasas
luces de las calles. Ladraba un perro, el del pastor que volvía para guardar
las ovejas. En el cementerio había quedado el niño solo.
Entramos en la casa. Me fui a su habitación y, en un rincón,
estaban sus zapatitos abandonados. ¡Por fin! Empecé a llorar, primero despacito
después, los sollozos, cada vez más rápidos, se convirtieron casi en gritos.
Tomás vino asustado, quiso abrazarme para consolarme.
─¡No te acerques! ─Grité como loca─ ¡No dormiré más contigo! No
volveré a tener, nunca más, un hijo que se me muera.
© Socorro González- Sepúlveda Romeral
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