viernes, 11 de junio de 2021

Socorro González- Sepúlveda Romeral: Tocan a Gloria

 


Cuando trabajaba en el taller de costura, escuchábamos todos los seriales de la radio mientras cosíamos. También hablábamos de novios. Yo no les contaba nada a mis compañeras, pero sabía que Tomás se me declararía  en las próximas fiestas.

Lo conocía desde siempre. Su era estaba pegada a la mía. Siempre me miraba de una forma especial, como si quisiera comerme y, a la vez, como si yo estuviese arriba, en un lugar muy alto, y él no me alcanzase. Yo sentía un calor, que me subía del estómago a la cabeza, y me llenaba de alegría. Una alegría, que nunca antes había sentido.

Llegaron las fiestas y, cuando los  músicos empezaron a tocar, yo le esperé sin atreverme a bailar con otros, pero él no se decidía a sacarme a bailar. Ya muy tarde, se acercó a mí un poco bebido. Luego supe que lo hizo para atreverse.

─¡Tienes que casarte conmigo! ─dijo de sopetón.

─¡Será si yo quiero! ─le contesté.

─Eres la más guapa del baile y la más alta ─él era bajito─. Me dio la risa.

─¿Por eso te quieres casar conmigo?

─No solo por eso ─s  cortado─. Es que… No sé cómo explicarlo. Siento una cosa muy rara cuando te veo y pienso en ti todo el rato. Tú no puedes casarte con nadie más que conmigo.

Cuando acabó el baile ya éramos novios.

La boda fue en septiembre y un mes antes, en agosto con todo el calor, la petición de mano. Por la noche, vinieron a pedirme toda la familia de Tomás, sus padres y todos sus hermanos, que eran muchos. Preparamos la mesa del comedor con galletas y vino dulce. Todos comieron y bebieron mucho, como si no hubiesen cenado. El padre de Tomas me regaló la pulsera de pedida. Mi padre dijo que nos compraría los muebles, que ya estaban encargados y pusimos fecha para la boda. Se habló del banquete y de los invitados, del ajuar y de lo que cada uno aportaría para poner la casa. Tomás estaba muy contento, porque de sus hermanos era el primero que se casaba.

Llovió el día de la boda, pero no se mojó el vestido, todo blanco de blonda, con el velo de tul, el mismo que llevó mi madre en su boda. Nos casó el mismo  cura que nos había bautizado, don Hilario, que llevaba más de veinte años en el pueblo y quería mucho a Tomás. Nos hizo un sermón muy bonito, que hizo llorar a la madre de Tomás. Yo pensaba que ese día no era para llorar y me distraje con las flores que adornaban la iglesia. Eran blancas.

Un tío de Tomás nos dejó una casa para vivir hasta que nosotros tuviéramos la nuestra. Era una casa pequeña, de una sola planta, pero el patio y el corral eran grandes. En el patio había un peral y un rosal. Yo puse tiestos con geranios y sembré alhelíes. Las gallinas, que compramos a una vecina, las pusimos en el corral en un gallinero que improvisamos. Eran muy ponedoras y cada día  sacaba tres o cuatro huevos; cuando juntaba una docena iba a venderlos a la tienda, también guardaba para hacer dulces.  Me gustaba mucho cuidar de las gallinas y coser en el patio. Allí tenía Tomás dos jaulas con perdices de reclamo.  Cazar era algo que le gustaba una barbaridad y salía muchos domingos a cazar con sus amigos. A mí me llevó un día con él y le dije que nunca más volvería, que era engañar a las pobres perdices cuando acudían al canto del macho. Tomás se reía. Se reía siempre y por todo. Mi hermana decía que tenía un buen carácter y yo mucha suerte de estar casada con él.

No hacía ni tres meses que nos habíamos casado, cuando me quedé embarazada. Me lo notó la madre de Tomás, porque había tenido muchos hijos. Cuando llegó Tomás del campo se lo dije. Me cogió en brazos y empezó a dar vueltas conmigo loco de alegría. Cuando me soltó, yo estaba tan mareada que tuvieron que sujetarme para no caer.

La niña nació un día de febrero que hacía mucho viento y frío. Tomás fue a avisar a mi hermana para que ayudase a la comadrona, que no hacía más que decir: ¡Empuja! ¡Empuja un poco más! Sentía un dolor tan grande que pensaba que me moría y gritaba llamando a mi madre, ─que había muerto cuando yo tenía doce años─. Cuando la comadrona me enseñó la niña, casi no la miré. Solo tenía ganas de llorar. Tomás entró en la habitación y dijo que era muy bonita, pero se le notaba la desilusión  porque no había sido un niño.

Luego llegó un niño, después otro y otro. Tomás decía que cada vez eran más guapos, que habíamos aprendido a hacerlos muy bien y, que, el día de mañana, tendría muchas ayudas en el campo. Yo me enfadaba y le decía que no quería que mis hijos, de mayores, trabajaran en el campo; que yo quería que fueran médicos o veterinarios, como los que había en el pueblo, que eran respetados por todos. Tomás se reía y contestaba que ya se vería, que estudiar en la capital costaba mucho dinero, que eso era para los ricos.

Dinero no teníamos pero teníamos algunas tierras que me había dado mi padre como dote. Tomás siempre decía que las tierras no se vendían porque pasaban de padres a hijos, que así había sido toda la vida.

Los niños, menos los dos últimos, iban a la escuela. Les gustaba estudiar y eran muy listos, eso decía el maestro y la maestra de mi hija mayor, que estaba muy alta y era muy responsable. Los niños eran más traviesos, alegres como Tomás  y rubios igual que él.

Aquel invierno fue muy duro. Costaba mucho calentar la casa solamente con la lumbre en la cocina y un brasero en el comedor. Juanito, el tercero de mis hijos, que se constipaba cada invierno, cayó enfermo. El médico, que venía cada día a visitarlo, mandó que guardase cama. Dijo que aislase al enfermo del resto de mis hijos, que lavase sus platos aparte. Tenía tuberculosis. Se me cayó el mundo encima. Yo ventilaba bien la habitación y abrigaba al enfermo con una manta y una pelliza de su padre, que había arreglado para él. Juanito pálido y con la cara roja por la fiebre se parecía a la Blancanieves del cuento. Cuentos quería que le contasen todo el rato. Yo pasaba con él todo el tiempo  que podía. Me llevaba la costura a su cuarto y le hacía compañía. Los niños cuando iban a verle no pasaban de la puerta. Tomas, cuando venía del campo, lo primero que hacía era ir a ver al niño y siempre le traía algo: unos huevos de paloma, un pájaro o una piedra redondita como una pelota pequeña. Él se ponía muy contento, pero su padre salía de la habitación muy triste.

Cuando llegó la Navidad, pusimos el belén en el comedor. Era un  belén sin figuras humanas solo tenía ovejas, patos y gallinas y un niño Jesús muy grande, desproporcionado. Tomás  hizo una zambomba para cada niño, no la estrenaron. No pudimos ir a la Misa del Gallo, como otros años. Tomás encendió un buen fuego en la cocina y allí cenamos. Oíamos desde casa a la gente que pasaba cantando. Las coplillas alegres de la Navidad me sonaban tristes. Esa noche, Tomás y yo, la pasamos entera en la habitación del niño. Estaba muy malito.

El día que murió, amaneció nevado. El patio, el corral, los tejados y la calle estaban blancos y silenciosos. El reloj de la plaza daba las horas y se oían lejanas, como en sordina. Mi hijo murió de madrugada y no pudo ver la nieve. Yo estaba vacía por dentro, y no podía llorar. La casa se fue llenando de gente. Vinieron la familia, los vecinos, los amigos. Yo no quería ver a nadie solo quería estar con mi niño. Mi hermana me ayudó a vestirlo, la misma que me ayudó a traerlo al mundo. Mi hija se ocupó de lavar y vestir a los niños y de explicarles que su hermano había muerto.

Llegó la hora del entierro. Ya estaba preparado el niño en su caja de madera forrada de raso blanco, adornada con flores de papel, también blancas, de las  que hacen las monjitas. La iglesia estaba llena. Los hombres no habían ido al campo ni los niños a la escuela por la nevada. Tocaban las campanas.

─Tocan a gloria ─dijo alguien─ porque es un niño.

Después de la misa, todos nos dirigimos al cementerio. Yo quise acompañar al niño hasta el final, llegué rodeada de mis hijos. En un rincón habían cavado un hoyo. Allí nos dirigimos, Tomás me sostenía, el dolor que yo sentía me impedía fijarme en el suyo, pero me fije en el blanco de la nieve, todavía sin pisar, sobre las tumbas, sobre los cipreses… y en la gente que nos miraba con pena.

Cuando volvíamos del cementerio, anochecía. La nieve ya estaba sucia y se empezaba a derretir, los tejados goteaban y se encendían las escasas luces de las calles. Ladraba un perro, el del pastor que volvía para guardar las ovejas. En el cementerio había quedado el niño solo.

Entramos en la casa. Me fui a su habitación y, en un rincón, estaban sus zapatitos abandonados. ¡Por fin! Empecé a llorar, primero despacito después, los sollozos, cada vez más rápidos, se convirtieron casi en gritos. Tomás vino asustado, quiso abrazarme para consolarme.

─¡No te acerques! ─Grité como loca─ ¡No dormiré más contigo! No volveré a tener, nunca más, un hijo que se me muera.

                                            

 

© Socorro González- Sepúlveda Romeral 

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