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sábado, 3 de julio de 2021

Amantes de mis cuentos: El escribidor y su madre

 



Soy escritor y algo famoso en mi pueblo. El Ayuntamiento siempre me pide que escriba el pregón, que haga los carteles de la fiesta, y los bandos con las últimas noticias. También los coloco en los lugares públicos.

Si le preguntaran a mi madre diría que soy un plumilla, eso lo dice para que mi ego no se suba a la azotea. Me paso la vida escribiendo palabras que se convierten en versos y se retuercen en prosa. En el cajón de mi escritorio duermen cientos de poemas, cuentos, novelas, leyendas, fábulas… Como de este oficio es muy difícil vivir, de seis de la mañana hasta las tres de la tarde trabajo en una de las dos oficinas de correos que hay en veinte kilómetros a la redonda, organizando, bien tempranico, las valijas por zonas. Con un bolígrafo rojo que llevo en la oreja pongo tildes, arreglo errores ortográficos y si falta la provincia y la comunidad facilito la labor aportando la información y la subrayo. Luego me subo a la bicicleta y hago el reparto.

La siesta es imperdonable tras una copiosa comida, a mi madre deberían otorgarle una estrella Michelín, por lo menos. A las seis en punto mi reloj biológico avisa que es la hora de comenzar a escribir, y me siento tras la mesa que fuera de mi abuelo. Mi madre viene a hacerme compañía, ha oído hablar de la soledad del escritor y no quiere que me sienta así. A la hora y media de oír el teclado levanta la mirada de su labor y me pregunta: ¿Qué has hecho? Un cuento, le contesto. Entonces se levanta, se inclina por detrás de mi hombro y lee lo que he escrito. Siempre se ruboriza.

En Navidades preparo un árbol y en vez de colgar adornos cuelgo palabras, nombres, deseos… He llegado a la conclusión de que, si amo tanto a las palabras, es porque nunca me he sentido despreciado por ellas.

De mi madre jamás escuché una palabra de aliento. No hizo falta. Después de la cena se sentaba en la acera a charlar con las amigas, y les declamaba mi último cuento, que se lo había aprendido de memoria con solo leerlo una vez. Yo me escondía detrás de la puerta a escucharla.

Hasta que un día tomó la astuta decisión de crear un taller de lectura donde solo se lee un autor. Por eso, gracias a ella, nadie puede insinuar que no soy famoso.

 

© Marieta Alonso Más

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