Soy escritor y algo
famoso en mi pueblo. El Ayuntamiento siempre me pide que escriba el pregón, que
haga los carteles de la fiesta, y los bandos con las últimas noticias. También
los coloco en los lugares públicos.
Si le preguntaran a mi
madre diría que soy un plumilla, eso lo dice para que mi ego no se suba a la
azotea. Me paso la vida escribiendo palabras que se convierten en versos y se
retuercen en prosa. En el cajón de mi escritorio duermen cientos de poemas, cuentos,
novelas, leyendas, fábulas… Como de este oficio es muy difícil vivir, de seis
de la mañana hasta las tres de la tarde trabajo en una de las dos oficinas de correos
que hay en veinte kilómetros a la redonda, organizando, bien tempranico, las
valijas por zonas. Con un bolígrafo rojo que llevo en la oreja pongo tildes,
arreglo errores ortográficos y si falta la provincia y la comunidad facilito la
labor aportando la información y la subrayo. Luego me subo a la bicicleta y
hago el reparto.
La siesta es imperdonable
tras una copiosa comida, a mi madre deberían otorgarle una estrella Michelín,
por lo menos. A las seis en punto mi reloj biológico avisa que es la hora de
comenzar a escribir, y me siento tras la mesa que fuera de mi abuelo. Mi madre
viene a hacerme compañía, ha oído hablar de la soledad del escritor y no quiere
que me sienta así. A la hora y media de oír el teclado levanta la mirada de su
labor y me pregunta: ¿Qué has hecho? Un cuento, le contesto. Entonces se
levanta, se inclina por detrás de mi hombro y lee lo que he escrito. Siempre se
ruboriza.
En Navidades preparo un
árbol y en vez de colgar adornos cuelgo palabras, nombres, deseos… He llegado a
la conclusión de que, si amo tanto a las palabras, es porque nunca me he
sentido despreciado por ellas.
De mi madre jamás escuché
una palabra de aliento. No hizo falta. Después de la cena se sentaba en la
acera a charlar con las amigas, y les declamaba mi último cuento, que se lo había aprendido de memoria con solo leerlo una vez. Yo me escondía detrás de la
puerta a escucharla.
Hasta que un día tomó la
astuta decisión de crear un taller de lectura donde solo se lee un autor. Por
eso, gracias a ella, nadie puede insinuar que no soy famoso.
© Marieta Alonso Más
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