Tienes que saber que naciste a golpe de amor, porque tu padre y yo te
ideamos, te construimos y te creamos con unos lazos de amor infinitos, amor
verdadero, como olas o estrellas, que fuiste buscado y deseado, que cuando te
tuve en mis brazos —una bola minúscula de pelo y carne— sentí que la emoción,
el cariño y el deseo me corroían las entrañas, que nada sería igual contigo a
mi lado, que la vida merecía la pena ser vivida sólo por tu presencia. Cuando
te contemplé arrobada se me inundó el alma de emociones, porque tú, hijo mío,
fuiste lo mejor que me ha pasado y me puede pasar jamás…
Levantó los ojos y la pluma a la vez. El silencio se le clavó en las
entrañas. Dejó de escribir. Un ruido más, como tantos de los que se desparramaban
por aquel caserón solitario herencia de sus padres. La soledad le inundaba a
chorros, como venía sucediendo durante los últimos veinte años. Cierto que
tenía lo que cualquiera podía desear: gran fama como escritora, veinticinco
novelas publicadas, éxito, seguidores, premios, millones de lectores, dinero,
triunfo… pero le faltaba algo tan sencillo y complicado a la vez como el amor,
aquella caricia que nunca surgió, aquel marido que nunca tuvo, aquel niño que
nunca nació. Por eso escribía y escribía diciéndoles y repitiéndoles cuánto los
amaba, especialmente a su hijo. Por eso afirmaba una y otra vez que todo con
él, con su amado pequeño, había sucedido a golpe de amor.
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