A mi amigo Juan Cambreleng. ¡Maestro!
—Otra vez. Repítelo —la voz atronadora de mi padre me paralizaba.
Con una fina fusta que tenía como preciosa herencia de los tiempos que arreaba ganado su abuelo, daba unos golpecitos nerviosos al atril de la partitura o al piano. Más brío, menos grito, más suavidad, menos falsete. Y otro fustazo a cualquier objeto.
Yo le miraba con el temor real de que un día fuera yo la depositaria de esos golpes, pero nunca fue así. Su imponente figura, gordo, alto, con unos ojos que se llenaban de biliosa ira y sus dedos gruesos, con un anillo en cada mano, que cruzaba sobre su orondo vientre cubierto con un chaleco de seda de colores brillantes, me persiguió hasta en sueños.
Atesoraba algún recuerdo plácido de ver a mi padre repantigado oyéndome cantar sin interrumpirme y marcando el ritmo con la fusta. Si recibía la felicitación de mis maestros o ganaba una audición, inmediatamente aparecía él como un ángel protector a recibir los parabienes. Yo lo veía como un ángel nocturno, casi maléfico.
Mis abuelos habían emigrado de Odessa y se sentían a duras penas integrados en la sociedad americana. Aunque su comercio de abarrotes les había proporcionado una suculenta fortuna, permanecían atados a sus tradiciones y lengua. Se casaban entre la comunidad rusa que había en Nueva York y miraron siempre con cierto desprecio a la nueva sociedad que les acogió.
Y nací yo, hija única del grueso Mijail y la dulce Irina con un don: mi voz. Mi madre vivió siempre con ojos de angustiada preocupación por cualquier pequeño contratiempo y por el grande de no haber dado más que una hija a su imponente marido.
Mis primeros recuerdos están asociados al solfeo, a un piano y al innegable esfuerzo de compaginar una infancia normal con la de futura cantante. Mi padre se erigió como conductor de esta vida sin dejar apenas espacio a mis deseos.
—Olga, Olgiushka querida, serás la reina de los escenarios y tendrás la fama que te mereces —al decirlo, una sonrisa de ávido propietario le deformaba el rostro.
Empecé a hacer giras y a intervenir en modestos papeles siempre acompañada por el hombre que, con la gabardina en la mano, igual que si fuera un manto real, me hacía deambular de un lugar a otro bajo un estricto control. Yo me sentía igual que una mercancía por la que obtenía un beneficio más suculento que por unas arrobas de legumbre.
No cojas frío, tápate la garganta, no bebas alcohol, no salgas de noche, no, no, no.
Acabé ingresada con una crisis nerviosa. Me quedé muda. No podía hablar ni cantar. El médico dio la recomendación de que mi padre no entrara a verme, pues notaba que mi afección y aflicción aumentaban. Mijail pareció adelgazar del disgusto y se volvió más suave, inundado de sincero pesar. Sentí una enorme liberación y estuve sin hablar más de dos meses comunicándome, y poco, a través de notitas escritas. En la última le pedí a mi madre que quería ir a Italia a estudiar con el maestro ciego Verruti que tenía fama de haber recuperado voces fatigadas y artistas en crisis.
Mi única condición era irme sola. Ya tenía veintidós años. Fue tal mi silencioso desafío que nadie se opuso y partí en un barco grande mirando la estela blanca, llena de recuerdos que esperaba se hundieran a la misma velocidad que avanzaba hacia el futuro. Al cabo de seis meses volví a cantar con un esplendor, una delicadeza de la que yo mismo y mi maestro estábamos sorprendidos. Sin duda, la férrea voluntad impuesta por mi progenitor me ayudó, pero descubrí una dimensión desconocida de mi propia capacidad al relacionarme con otros, a compartir la alegría de la música y a triunfar. Fue el típico, tópico caso de sustituir a la diva en la Norma y el teatro se vino abajo con mi interpretación.
Recibía continuas cartas de mi padre, iba a venir, no podía seguir sola, pero como encontré un representante recomendado por Verruti que empezó a gestionar mi agenda, nunca le comuniqué donde iba a estar. Solo a mi madre, bajo la promesa de no volver a verla si se lo decía a él. Y a ella le contaba de mi vida y mi felicidad.
Uno de los momentos más esperados fue el de ir a cantar al teatro Colón de Buenos Aires. Majestuoso, templo de los mejores artistas, lugar de cita mundial y yo Olga, la pequeña Olgiushka, la que esperaba recibir un fustazo al menor desliz, iba a interpretar Norma, la ópera que me había hecho saltar a la fama.
La noche del estreno me asomé nerviosa a ver el patio de butacas lleno de gente bien vestida. Un murmullo recorría los dorados palcos, el aroma de diferentes perfumes envolvía el ambiente único de los momentos anteriores a que suene la música, y me aparté para prepararme.
La ópera discurría a la perfección con el reconocimiento del público, efusivos aplausos, gritos de “Brava” y cuando empecé el segundo acto miré hacia un palco y vi la imponente, aunque más menguada figura de mi padre de pie, mirándome intensamente.
En ese momento perdí la voz y no pude seguir cantando. No recuerdo nada más, solo que al día siguiente los periódicos no hablaban de otra cosa.
No hay comentarios:
Publicar un comentario