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jueves, 13 de enero de 2022

Malena Teigeiro: Entre bambalinas

 


Emma había acudido muy temprano al teatro. Su intención era maquillarse y vestirse antes de que comenzara la representación para luego, en lugar de esperar su llamada al escenario en el camerino, esconderse entre bambalinas. No quería perder ni un instante de lo que ocurriría en escena.

El abuelo de Emma había sido carpintero. Noble y antigua profesión la de los hombres que tallan la madera, decía el anciano cuando les hablaba de su trabajo. Luego, pillo, añadía: Y junto con la de las mujeres, una de las más antiguas del mundo. Invariablemente, después de estas palabras, profería un gran suspiro.

El recuerdo de su querido abuelo hizo iluminar en el rostro de Emma una ligera sonrisa. Con los enjoyados dedos se colocó la seda del escote de su vestido de Desdémona y se dispuso a salir del camerino. Con el pomo de la puerta entre los dedos, se detuvo. Recogió de encima de la mesa el programa y lo volvió a leer.

«El decorado de la ópera que se representa esta noche, considerado como una obra de arte, es propiedad del Teatro Colón. Construido por sus carpinteros en los talleres del teatro para la representación de Othello, fue cedido en diversas ocasiones por esta institución a teatros de Europa y otros países de América. Luego, como sucede a veces con las más bellas e importantes obras de arte, se quedó olvidado en uno de los almacenes, del que fue rescatado para la función que hoy se estrena.»

Representaban Othello. Los decorados eran los más hermosos que se habían hecho en sus talleres, decía su abuelo, Benedetto, que en aquel trabajo había puesto todo el amor de su querida y lejana Italia. Así, siempre con las mismas palabras, comenzaba a relatarle la trágica noche. Y luego de un instante de pausa que aprovechaba para limpiarse con un gran pañuelo el inexistente sudor de la frente, proseguía: El día del estreno se encontraban en el teatro los tramoyistas Enzo, un hombre mayor al que le gustaba demasiado el vino, y Antonio, joven inexperto que era la primera vez que atendía aquel menester. Nadie supo qué fue lo que le ocurrió a Enzo cuando al tirar de las cuerdas para cambiar el decorado de la calle por el de la sala del Consejo Veneciano de la tercera escena, se enrolló una soga al cuello ahorcándose con ella. Antonio, agarrado a sus cuerdas, al verlo subir tan rápido como el decorado, se quedó mirando estupefacto el balanceo del hombre. Nadie más vio ni escuchó nada. Luego se habló de que, confundido entre el sonido de la orquesta, el director escuchó un grito, que después de barrer con la mirada a sus músicos, continuó su trabajo tranquilo.

Cuando Benedetto se dio cuenta de que Enzo no se encontraba en su puesto, lo cubrió él mismo. Tenía que hablar muy seriamente con su compatriota, pensaba enfadado. Si volvía a verlo bebido nunca jamás trabajaría para el Colón. Menos mal que él, siempre al acecho, se había dado cuenta, barruntaba, si no… ¡No quería ni pensarlo! Y precisamente lo hacía aquella noche que entre los invitados a la representación, junto a sus esposas, estaba un mandatario europeo acompañado por el Presidente de Gobierno.

––Este pájaro va a ser el causante de que nos despidan a todos ––razonaba molesto el carpintero sin percibir que el cuerpo de Enzo, cada vez más azul, colgaba de una cuerda entre los peines.

En el escenario siguió desgranándose un acto tras otro hasta llegar al último. Y fue entonces, cuando Desdémona, una joven soprano que por primera vez cantaba en el teatro Colón, al comenzar a entonar su Ave María elevó la mirada al cielo y al ver colgando la gruesa lengua y la mirada de Enzo fija en ella, cayó al suelo. Hubo un revuelo entre los asistentes. Todos percibieron que la antes brillante y cálida voz de la soprano, apenas era audible. Othello acudió presto a recogerla. Llevándola entre sus brazos, y sin dejar de entonar su canto, la colocó encima del medieval lecho que cubierto de sedas y coloridos damascos, ocupaba gran parte del escenario. Othello continuó entonando sus palabras de celos y cuando arrebatado por la ira, sostenía entre sus dedos el cuello de Desdémona, percibió su cuerpo inánime.

Comienza el acto cuarto. Desdémona y su criada Emilia están preparadas en el escenario. Las manos de Emma están frías cuando comienza a cantar. En su cabeza resuenan una y otra vez las palabras de su abuelo:

––Y desde entonces, cada vez que se representa Othello con nuestros decorados, el alma de la joven soprano se pasea por el escenario del teatro –se persignaba a la vez que murmuraba una jaculatoria–. Quiere volver a cantar el Ave María, con fuerza, como lo hubiera hecho aquel día si no llega a ser por la mirada del ahorcado.

Luego añadía que, desde aquella noche, cada vez que las sopranos entonaban el Ave María, sufrían diversos tipos de desmayos y desvaríos.

Brillante, entona su parte del diálogo con su criada Emilia. Y cuando la orquesta ataca las primeras notas del Ave María, Emma de espaldas al público, camina hacia el fondo del escenario. Sin volverse, la dulcísima voz de la soprano desgrana con fuerza y emoción las notas del Ave María. Al finalizar, el público puesto en pie rompe en aplausos. Es entonces cuando Emma, todavía en el fondo del escenario, se gira hacia el auditorio. Inclina la rodilla, la cabeza, en una gran reverencia. Luego, ya en pie, en un gesto que nadie comprende, eleva las manos y con la mirada fija en el infinito, es ella la que aplaude.

© Malena Teigeiro

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