Mañana de invierno. Me cubro con una bufanda.
Tengo la vista cansada y setenta años…
Estoy
en la escuela. Un edificio de ladrillo, de una sola planta con grandes
ventanales pintados de verde, dividido en dos por un tabique: «Escuela para
niños, escuela para niñas». El suelo es de cemento, los pupitres muy viejos manchados
de tinta. Los cristales están empañados. Hace frio. A pesar del sol que entra
por las ventanas. A pesar de la estufa de carbón que, por turnos, encendemos
cada día. A pesar de que me abrigo con un jersey grueso de lana, hecho a mano
por una de mis tías, calcetines largos, que no paro de estirar hacia arriba, y
una especie de mitones para proteger mis manos regordetas y llenas de sabañones.
Hemos entrado todas en tropel y, sin
quitarnos la bufanda, después de saludar a la maestra y antes de sentarnos en
nuestros pupitres, cantamos un himno, que habla de patrias y banderas,
desafinando mucho. Luego, nos santiguamos y, nos preparamos para decir la
lección, que hemos aprendido de memoria.
La recitamos con soniquete aburrido. La maestra, mientras tanto, zurce
calcetines. En mitad de la mañana, llega el momento deseado por todas: aparece
don Francisco, el maestro, a relevar a doña Valentina, su mujer, trayendo
consigo a todos los niños que se acomodan en los últimos bancos. La necesidad
ha convertido a nuestra escuela en mixta. Las niñas disfrutamos de la compañía
de los niños y, nos gusta don Francisco porque explica la Historia como si
fuera un cuento.
Hoy nos manda coger el libro de lecturas.
¡Atentos!, dice don Francisco, ¡Mirad qué bonitos son estos versos! Escritos en
el siglo XVII. Cuando consigue atraer nuestra atención comienza a recitar en
voz alta y con entusiasmo fragmentos de La Gatomaquia:
Estaba, sobre un alto
caballete
de un tejado, sentada
la bella Zapaquilda al
fresco viento,
lamiéndose la cola y
el copete,
tan fruncida y mirlada
como si fuera gata de
convento.
No
se oye una mosca. Todos escuchamos con ojos asombrados recitar al maestro;
seducidos por las palabras sonoras y el ritmo de los versos.
Hoy
lo mismo que ayer, después de muchos años, con el mismo entusiasmo, recito los versos de Lope de Vega.
© Socorro
González-Sepúlveda
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