Siempre alegre y dicharachera, ¿sería
eso lo que conquistó el corazón y nubló los sentidos del que fue su compañero
durante más de sesenta años? Fue una competidora imbatible frente a otras
candidatas que parecían tener ventaja sobre ella: otra joven, la que había
formado parte de la vida de su marido antes de que él reparase en ella. Pero
no… fue ella, y siempre ella.
Aquel amor abandonado por él, eclipsado
por la magia de esta mujer, conformó una sombra de compromiso irrenunciable que
permaneció junto a ellos de por vida; «podré con ello» debieron pensar; todo
quedaba en casa.
Su matrimonio fue sólido, afirmación que
no garantiza la ausencia de las consabidas crisis; seguro que las hubo. Pero Margarita
y Julián convivían superando con creces el objetivo que las parejas se marcan secretamente
para que una relación perdure.
Aun habiendo nacido bajo el mismo signo
astrológico, poco tenían en común, se diría que al menos sí lo suficiente, de
lo contrario… ¿Sería sin duda su ascendente astral lo que marcaría la
diferencia o los igualaría? o, ¿quizás lo explicase la cualidad dual o mutable
que puede darse en algunos de los nacidos bajo este signo del zodiaco?, a
saber. Lo cierto es que esta pareja desmontaría cualquier creencia que ampare a
los astros como procedimiento para catalogar a los seres humanos.
Ahora bien, amaban las mismas primarias
cosas de la vida, combinando austeridad con pequeños excesos; y se profesaban
un recíproco respeto y admiración por las cualidades de cada uno.
Iniciaron su matrimonio casi con lo
puesto; eran años difíciles castigados por las rémoras de una sociedad en pleno
proceso de estabilización. Por suerte, el devenir de los tiempos les dio un
respiro, una esperanza, la que añoraban alcanzar en sus primeros años juntos y
que lograron medianamente algo más tarde de lo previsto.
Y sí, eran muy diferentes; él procedía
de una familia anclada en la intelectualidad y las tradiciones, ella apenas
había cubierto los años de escolarización. Él se hizo con una posición desahogada
con su actividad docente y de ingeniería, y ella decidió estudiar —ya casada—y
ejercer la profesión sanitaria que abrazó convencida.
Él era un hombre de buena planta,
arrogante y sin embargo de talante contenido; poseedor de una profunda
sensibilidad, pero poco evidente en su manifestación. «Un ave fría», sentenciaba ella. Su falta de expresividad fue la consecuencia
de una educación temerosa y rancia, excesivamente pacata, en la que mostrar
sentimientos era una osadía. Un ser inteligente, sabio y bien instruido;
admirado y querido por sus colegas de profesión. Su talante pesimista y nada
lanzado lo privaron de logros, de los que era más que merecedor; podría haber
sido lo que hubiese querido, pero el riesgo no era lo suyo; no lo supo
gestionar.
Ella era todo lo contrario, positiva y
entusiasta; gozaba de una excelente reputación personal y profesional, era valiente
y atrevida, lo demostró con creces. No había oscura intención en sus actos, pero
siempre luchaba convencida de que las cosas se arreglarían ante una
controvertida situación; podría con todo, y… lamentablemente no siempre fue
así. «A mi chica nada se le pone por
delante» afirmaba su padre con devoción. Ella siempre actuó «al dictado» como
respuesta a estas ocurrentes palabras de su progenitor.
Detestaba que las cosas no saliesen como
ella las había ideado por lo que siempre trataba de presentar la cara buena y
grata de la vida, o bien enmascaraba las penas y los sinsabores. Mentía con tal
de no favorecer situaciones adversas, ni mostrar debilidad; era capaz de
inventar cualquier cosa para disfrazar la realidad siempre que esta fuese dura,
negativa o inconveniente.
Su buena disposición, la de sus años
mozos y madurez, se fue desdibujando con el paso de los años, eso sí, sin
perder ese hilo de esperanza y tesón que siempre la caracterizó y que inculcó a
sus hijos de manera férrea; lo suyo era tener siempre un «proyecto» entre manos
por simple que fuese. «Las niñas han de
casarse y aprender a tocar el piano», apuntaba él. «No, ¡de eso nada!», respondía ella, «han de estudiar y labrarse un porvenir».
Tres hijos tuvieron, a los que educaron
con cariño, rigor y mano dura, lo que provocó en los chicos rebeldía,
conformismo aparente, e inseguridad. Sus vástagos fueron motivo de inquietud,
cada uno moraba en su mundo y con sus circunstancias; orgullo sereno generó en
ellos la mayor; incertidumbre la segunda, y tortuoso resultado el tercero. Con todo y con eso eran felices, se sentían
queridos por sus hijos, y así era.
Los dos formaban una equilibrada
combinación de personalidades, y así continuó siendo hasta el último día en que
uno de ellos marchó. Él fue el primero en dejar este mundo. «Esta vela se apaga», fueron sus últimas
palabras. Desolación y tristeza invadió y golpeó a la pobre Margarita aquel
trágico día de 2008 después de tantos años de convivencia y de varios de entrega
a él en su convaleciente enfermedad.
Margarita, muy querida por su gente,
continuó siendo una mujer positiva y generosa. No le importaba mostrar sus diferencias
afectivas entre las personas que la rodeaban. Por el contrario, adulaba si era
preciso con tal de evitar crear un conflicto y se ofrecía siempre como elemento
protector del más débil, o de quien ella considerase que pudiera necesitarla.
Siempre quiso ser útil y lo fue; sin duda lo fue. ¡Lo fue hasta el final!
©
Caleti Marco
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