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lunes, 11 de abril de 2022

Socorro González-Sepúlveda Romeral: Vísperas y día de la fiesta

 


VÍSPERAS

Los últimos días de abril la casa entera se volvía del revés.  Los muebles eran sacados al patio para dejar vacías las habitaciones, listas para blanquear: somieres, camas doradas, mesas, sillas y butacas, todo se amontonaba sin orden ni concierto. Eran los días del jalbego. Las mujeres, con las ropas manchadas de cal, se afanaban con los escobones blanqueando techos y paredes. Reían y hablaban mientras trabajaban. Los hombres de la casa entraban y salían desconcertados, sin saber dónde acoplarse.

─Aquí, los hombres no pintan nada ─decían─ no hacen más que estorbar.

Alicaídos, volvían a la calle y solo aparecían a la hora de comer, cuando la mesa estaba puesta.  

Sacos enteros de cal viva se gastaban en esos días, vísperas de la fiesta. La cal lo hermoseaba todo.  Además de las habitaciones se encalaban patios, corrales y hasta la fachada principal, que daba a la plaza lucía un blanco resplandeciente.  

Hacía más de un mes, que había pasado el sastre para tomar medidas a los que les tocaba estrenar traje este año. Zapatos había que comprar para todos y un sombrero nuevo para padre. No había dinero. El sastre no era problema, siempre fiaba y esperaba a que se vendiera la cosecha para cobrar, pero el resto se había de pagar a «toca teja».

─ ¡Dios proveerá! ─decía mi madre.

Aquel año, el enviado por Dios a proveer fue mi tío, el hermano de mi padre.

─ ¿Cuánto necesitas, cuñada?

─No sé cuándo podré pagarte, ya lo sabes.

─Sí, ya lo sé, por eso no te preocupes. Ya arreglaré yo cuentas con mi hermano.

Ella se lo agradeció. Hacía mucho tiempo que tenía que solucionar los problemas económicos de la familia. No era la primera vez que tenía que pedir prestado. Sabía que no podía contar con su marido para nada práctico, ya se había acostumbrado. Ahora lo principal es que a sus hijos no les faltase de nada en la fiesta. Tenían derecho a estar guapos en el baile a estrenar zapatos, trajes y vestidos… Hizo sus cálculos: podía ir a la capital a comprar todo lo necesario y aún le quedaría dinero para que todos gastasen un poco esos días.

Unos días antes, además del «señor de la pólvora» (el que preparaba los fuegos artificiales), llegaban en el coche correo las chicas que servían en Madrid. Los pequeños salíamos a esperarlas y las mirábamos embobados bajar del autocar. Rivalizaban en belleza con las chicas del pueblo, pero vestían mejor, además tenían otro «lustre» —decían—. El cutis se les volvía más fino por el agua de Madrid, que es muy buena.  A las del pueblo, aunque no saliesen mucho de casa, les daba el aire y el sol y lucían unas caras sanas y sonrosadas de chicas de campo

La víspera llegaba la banda de música. Siempre era la misma, solamente una vez había sido invitada la banda de música de la Academia Militar. Ese año los cadetes presumieron delante de las chicas y hasta dieron un concierto, también tocaron en el baile. Los chicos del pueblo, que notaron la competencia, estaban enfadados. No volvieron a invitarlos.

La banda de todos los años era como de la familia. Los músicos llegaban uniformados, y paraban a la entrada del pueblo para entrar tocando. Los pequeños íbamos a recibirlos y entrábamos saltando detrás de ellos. Al llegar a la plaza del ayuntamiento se disolvían y cada uno marchaba a la casa que le habían asignado para comer y dormir. A nuestra casa venia cada año un músico muy mayor, que se llamaba Paco y era sordo. Yo me encariñe con él. Así, aquel año, cuando vi que mi amigo no había llegado, me encerré en mi habitación a llorar.

─¿Dónde está mi músico? ─pregunté.

─¡Qué sensible es esta niña! ─dijo mi madre. Anda, deja de llorar. Tal vez no ha podido venir este año, volverá el año que viene.

 


DÍA DE LA FIESTA

La impaciencia no nos dejaba dormir la víspera. Despertábamos con los músicos tocando por la calle. Luego, antes de empezar la misa, al segundo toque, la banda iba a buscar al alcalde, que con el bastón de mando entraba en la iglesia, y se ponía en los bancos reservados a las autoridades. Ese día todos iban a misa, los creyentes, los que solo pisaban la iglesia en los entierros, los mayores, los jóvenes, los inválidos en sus sillas de ruedas, en fin, todos. Llegaban a la iglesia una hora antes, para buscar sitio y no perder detalle. La misa era solemne, de al menos de seis curas y un obispo, cantada y en latín. Todos iban a ver y a ser vistos, por eso lucían sus mejores galas, sobre todo las señoras. Los hombres, más discretos, se ponían en los últimos bancos desde donde apenas veían el altar mayor, pero en cambio podían ver a las niñas del coro cuando subían a la tribuna, en la parte de atrás, donde estaba el órgano.

Subía el canónigo de tuno al púlpito para decir el sermón. Se hizo un silencio que se podía cortar con un cuchillo. El canónigo era de campanillas ─decían─ y predicaba muy bien. Fue entonces, cuando Pepita, la hija del herrero, se desmayó y, no se dio de bruces contra las losas blancas y negras del suelo de la iglesia, porque la sujetaron entre su tía y una amiga que estaban con ella. La sentaron en el banco, estaba pálida como una muerta. Su tía le daba aire con el abanico y un rumor se extendió desde los bancos de en medio, donde estaban, hasta la puerta de entrada. El rumor no pasó de allí porque había un vacío entre la puerta y los bancos de los hombres.

─Está embarazada, lo sé de buena tinta.

─De cinco meses.

─ ¿Qué pasa?, ¿qué pasa? ─decía doña Elvira, que era sorda.

A Pepita la sacaron, cuando volvió en sí, para que la diera el aire. Mejoró mucho cuando salió a la calle, pero ya no quiso volver a la iglesia, aunque era el momento de la consagración, cuando la banda tocaba el himno nacional y todos se arrodillaban. Ella desde fuera oyó el himno y se echó a llorar.  

─No llores, tonta, todo se arreglará ─dijo su tía─ ya verás, volverá José y se casará contigo.

─Ay, tía, no volverá que está casado con otra. Mi padre cuando lo sepa me echara de casa.

─ ¿A dónde voy a ir, tía?

─A mi casa vendrás. Anda no llores más y vámonos de aquí antes de que salgan de misa…

Al poco, empezaron a salir de la iglesia para ir al ayuntamiento. Primero los pequeños, cansados de una misa tan larga; después los hombres poniéndose la gorra o el sombrero; seguían las mujeres, algunas con mantilla. Luego, las autoridades y el clero seguido de la banda de música. En el ayuntamiento preparaban limonada, almendras y tostones para todos.

Las mujeres eran las primeras en marchar a sus casas a preparar la comida. Casi todas las casas del pueblo tenían invitados, los parientes de los pueblos cercanos venían para las fiestas. No había restaurante en el pueblo.

En casa del párroco el ama, ayudada por una cocinera, que mandaba la señora de la casa grande, y dos criadas, llevaba toda la mañana preparando un verdadero festín para la comida del obispo y los canónigos, estos últimos tenían fama, bien ganada, de golosos y cada año felicitaban a la cocinera y al ama, y, en agradecimiento, el obispo les daba su bendición y una estampita de la Virgen del Sagrario.

Mi casa se llenaba de invitados el día de la fiesta. Mi favorito, después del músico sordo, era el novio de mi prima, que se alojaba en casa cada vez que venía a verla. Gozaba de mis simpatías y de mi complicidad. Después de misa, antes de comer, estaba yo, junto con otros niños, frente al puesto de peponas y caballitos de cartón. Llevábamos allí mucho rato mirando sin atrevernos a preguntar el precio. Sabíamos que no nos llegaba el dinero que teníamos para comprar un solo juguete. Se me acercó el novio de mi prima.

─¿Qué muñeca te gusta?

Yo estaba avergonzada. Me quedé muda y no supe qué decir.

─Vamos, niña, decídete ¿Cuál es la que más te gusta?

Yo las mire a todas y todas me gustaban. Las había de varios tamaños, al fin, me decidí por la de en medio. Era una pepona preciosa con un vestido de tela y unos zapatos y calcetines pintados. Me parecía mentira que fuese mía. Corrí a mi casa.

─¡Pedro me ha comprado una muñeca! ¡Mira, madre, mira!

─ ¿Le has dado las gracias?

Volví a la plaza para buscar a Pedro, cuando lo encontré estaba besándose con mi prima. Sentí celos, unos celos terribles, que entonces yo no sabía lo que eran.  Volví a mi casa sin haberle dado las gracias.

Al Cristo lo sacaban en andas de la iglesia, la cruz era de hierro y pesaba mucho, lo llevaban entre ocho hombres, hacía calor y sudaban, el recorrido de la procesión era muy largo. Los que no podían andar salían a las puertas de las casas para verla.

─Ya viene por la calle de la Lancha ─decían─ se oye la música muy cerca.

El estandarte era el primero en aparecer, se turnaban para llevarlo los de la hermandad. Luego, los hermanos con los escapularios rodeando las andas del Cristo. Detrás, los que iban descalzos en la procesión porque habían hecho una promesa, algunos con hábito; el cura con la capa pluvial y los monaguillos, las autoridades y la banda de música tocando. Detrás el resto de la gente, sofocados por el calor se apoyaban unos en otros, casi todos iban hablando entre ellos, deseando que la procesión se acabase para sentarse al fresco.

 Cuando la procesión volvía a la plaza de la iglesia el orden se había alterado y todos tenían prisa por llegar y coger los mejores puestos era la hora de «los ofrecimientos». Unos ofrecían las cosas y otros pagaban por ellas. Los ofrecimientos eran de lo más variopinto: Mantillas, cuadros, un cordero, una cesta de manzanas… Era largo y tedioso para los pequeños, que jugábamos al escondite y nos manchábamos los vestidos del día de la fiesta.

Cansados de tantas emociones, no nos quedaban fuerzas para esperar al baile de la noche en la plaza. El baile era para los mozos, para los que esperaban a echarse novia o novio. Yo, que vivía en la plaza, al son de la música me quedaba dormida.

 

© Socorro González-Sepúlveda Romeral

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