VÍSPERAS
Los últimos días de abril la casa entera se volvía del
revés. Los muebles eran sacados al patio
para dejar vacías las habitaciones, listas para blanquear: somieres, camas
doradas, mesas, sillas y butacas, todo se amontonaba sin orden ni concierto. Eran
los días del jalbego. Las mujeres, con las ropas manchadas de cal, se afanaban
con los escobones blanqueando techos y paredes. Reían y hablaban mientras
trabajaban. Los hombres de la casa entraban y salían desconcertados, sin saber
dónde acoplarse.
─Aquí, los hombres no pintan nada ─decían─ no hacen más
que estorbar.
Alicaídos, volvían a la calle y solo aparecían a la hora
de comer, cuando la mesa estaba puesta.
Sacos enteros de cal viva se gastaban en esos días,
vísperas de la fiesta. La cal lo hermoseaba todo. Además de las habitaciones se encalaban
patios, corrales y hasta la fachada principal, que daba a la plaza lucía un
blanco resplandeciente.
Hacía más de un mes, que había pasado el sastre para tomar
medidas a los que les tocaba estrenar traje este año. Zapatos había que comprar
para todos y un sombrero nuevo para padre. No había dinero. El sastre no era
problema, siempre fiaba y esperaba a que se vendiera la cosecha para cobrar,
pero el resto se había de pagar a «toca teja».
─ ¡Dios proveerá! ─decía mi madre.
Aquel año, el enviado por Dios a proveer fue mi tío, el
hermano de mi padre.
─ ¿Cuánto necesitas, cuñada?
─No sé cuándo podré pagarte, ya lo sabes.
─Sí, ya lo sé, por eso no te preocupes. Ya arreglaré yo
cuentas con mi hermano.
Ella se lo agradeció. Hacía mucho tiempo que tenía que
solucionar los problemas económicos de la familia. No era la primera vez que
tenía que pedir prestado. Sabía que no podía contar con su marido para nada
práctico, ya se había acostumbrado. Ahora lo principal es que a sus hijos no
les faltase de nada en la fiesta. Tenían derecho a estar guapos en el baile a
estrenar zapatos, trajes y vestidos… Hizo sus cálculos: podía ir a la capital a
comprar todo lo necesario y aún le quedaría dinero para que todos gastasen un
poco esos días.
Unos días antes, además del «señor de la pólvora» (el que
preparaba los fuegos artificiales), llegaban en el coche correo las chicas que
servían en Madrid. Los pequeños salíamos a esperarlas y las mirábamos embobados
bajar del autocar. Rivalizaban en belleza con las chicas del pueblo, pero vestían
mejor, además tenían otro «lustre» —decían—. El cutis se les volvía más fino
por el agua de Madrid, que es muy buena. A las del pueblo, aunque no saliesen mucho de
casa, les daba el aire y el sol y lucían unas caras sanas y sonrosadas de
chicas de campo
La víspera llegaba la banda de música. Siempre era la
misma, solamente una vez había sido invitada la banda de música de la Academia
Militar. Ese año los cadetes presumieron delante de las chicas y hasta dieron
un concierto, también tocaron en el baile. Los chicos del pueblo, que notaron
la competencia, estaban enfadados. No volvieron a invitarlos.
La banda de todos los años era como de la familia. Los
músicos llegaban uniformados, y paraban a la entrada del pueblo para entrar
tocando. Los pequeños íbamos a recibirlos y entrábamos saltando detrás de
ellos. Al llegar a la plaza del ayuntamiento se disolvían y cada uno marchaba a
la casa que le habían asignado para comer y dormir. A nuestra casa venia cada
año un músico muy mayor, que se llamaba Paco y era sordo. Yo me encariñe con
él. Así, aquel año, cuando vi que mi amigo no había llegado, me encerré en mi
habitación a llorar.
─¿Dónde está mi músico? ─pregunté.
─¡Qué sensible es esta niña! ─dijo mi madre. Anda, deja de
llorar. Tal vez no ha podido venir este año, volverá el año que viene.
DÍA DE LA FIESTA
La impaciencia no nos dejaba dormir la víspera.
Despertábamos con los músicos tocando por la calle. Luego, antes de empezar la
misa, al segundo toque, la banda iba a buscar al alcalde, que con el bastón de
mando entraba en la iglesia, y se ponía en los bancos reservados a las
autoridades. Ese día todos iban a misa, los creyentes, los que solo pisaban la
iglesia en los entierros, los mayores, los jóvenes, los inválidos en sus sillas
de ruedas, en fin, todos. Llegaban a la iglesia una hora antes, para buscar
sitio y no perder detalle. La misa era solemne, de al menos de seis curas y un
obispo, cantada y en latín. Todos iban a ver y a ser vistos, por eso lucían sus
mejores galas, sobre todo las señoras. Los hombres, más discretos, se ponían en
los últimos bancos desde donde apenas veían el altar mayor, pero en cambio podían
ver a las niñas del coro cuando subían a la tribuna, en la parte de atrás,
donde estaba el órgano.
Subía el canónigo de tuno al púlpito para decir el sermón.
Se hizo un silencio que se podía cortar con un cuchillo. El canónigo era de
campanillas ─decían─ y predicaba muy bien. Fue entonces, cuando Pepita, la hija
del herrero, se desmayó y, no se dio de bruces contra las losas blancas y
negras del suelo de la iglesia, porque la sujetaron entre su tía y una amiga
que estaban con ella. La sentaron en el banco, estaba pálida como una muerta.
Su tía le daba aire con el abanico y un rumor se extendió desde los bancos de
en medio, donde estaban, hasta la puerta de entrada. El rumor no pasó de allí
porque había un vacío entre la puerta y los bancos de los hombres.
─Está embarazada, lo sé de buena tinta.
─De cinco meses.
─ ¿Qué pasa?, ¿qué pasa? ─decía doña Elvira, que era
sorda.
A Pepita la sacaron, cuando volvió en sí, para que la
diera el aire. Mejoró mucho cuando salió a la calle, pero ya no quiso volver a
la iglesia, aunque era el momento de la consagración, cuando la banda tocaba el
himno nacional y todos se arrodillaban. Ella desde fuera oyó el himno y se echó
a llorar.
─No llores, tonta, todo se arreglará ─dijo su tía─ ya
verás, volverá José y se casará contigo.
─Ay, tía, no volverá que está casado con otra. Mi padre
cuando lo sepa me echara de casa.
─ ¿A dónde voy a ir, tía?
─A mi casa vendrás. Anda no llores más y vámonos de aquí
antes de que salgan de misa…
Al poco, empezaron a salir de la iglesia para ir al
ayuntamiento. Primero los pequeños, cansados de una misa tan larga; después los
hombres poniéndose la gorra o el sombrero; seguían las mujeres, algunas con
mantilla. Luego, las autoridades y el clero seguido de la banda de música. En
el ayuntamiento preparaban limonada, almendras y tostones para todos.
Las mujeres eran las primeras en marchar a sus casas a
preparar la comida. Casi todas las casas del pueblo tenían invitados, los
parientes de los pueblos cercanos venían para las fiestas. No había restaurante
en el pueblo.
En casa del párroco el ama, ayudada por una cocinera, que
mandaba la señora de la casa grande, y dos criadas, llevaba toda la mañana
preparando un verdadero festín para la comida del obispo y los canónigos, estos
últimos tenían fama, bien ganada, de golosos y cada año felicitaban a la
cocinera y al ama, y, en agradecimiento, el obispo les daba su bendición y una
estampita de la Virgen del Sagrario.
Mi casa se llenaba de invitados el día de la fiesta. Mi
favorito, después del músico sordo, era el novio de mi prima, que se alojaba en
casa cada vez que venía a verla. Gozaba de mis simpatías y de mi complicidad. Después
de misa, antes de comer, estaba yo, junto con otros niños, frente al puesto de
peponas y caballitos de cartón. Llevábamos allí mucho rato mirando sin
atrevernos a preguntar el precio. Sabíamos que no nos llegaba el dinero que
teníamos para comprar un solo juguete. Se me acercó el novio de mi prima.
─¿Qué muñeca te gusta?
Yo estaba avergonzada. Me quedé muda y no supe qué decir.
─Vamos, niña, decídete ¿Cuál es la que más te gusta?
Yo las mire a todas y todas me gustaban. Las había de
varios tamaños, al fin, me decidí por la de en medio. Era una pepona preciosa
con un vestido de tela y unos zapatos y calcetines pintados. Me parecía mentira
que fuese mía. Corrí a mi casa.
─¡Pedro me ha comprado una muñeca! ¡Mira, madre, mira!
─ ¿Le has dado las gracias?
Volví a la plaza para buscar a Pedro, cuando lo encontré
estaba besándose con mi prima. Sentí celos, unos celos terribles, que entonces
yo no sabía lo que eran. Volví a mi casa
sin haberle dado las gracias.
Al Cristo lo sacaban en andas de la iglesia, la cruz era
de hierro y pesaba mucho, lo llevaban entre ocho hombres, hacía calor y
sudaban, el recorrido de la procesión era muy largo. Los que no podían andar
salían a las puertas de las casas para verla.
─Ya viene por la calle de la Lancha ─decían─ se oye la
música muy cerca.
El estandarte era el primero en aparecer, se turnaban para
llevarlo los de la hermandad. Luego, los hermanos con los escapularios rodeando
las andas del Cristo. Detrás, los que iban descalzos en la procesión porque
habían hecho una promesa, algunos con hábito; el cura con la capa pluvial y los
monaguillos, las autoridades y la banda de música tocando. Detrás el resto de
la gente, sofocados por el calor se apoyaban unos en otros, casi todos iban hablando
entre ellos, deseando que la procesión se acabase para sentarse al fresco.
Cuando la procesión
volvía a la plaza de la iglesia el orden se había alterado y todos tenían prisa
por llegar y coger los mejores puestos era la hora de «los ofrecimientos». Unos
ofrecían las cosas y otros pagaban por ellas. Los ofrecimientos eran de lo más
variopinto: Mantillas, cuadros, un cordero, una cesta de manzanas… Era largo y
tedioso para los pequeños, que jugábamos al escondite y nos manchábamos los
vestidos del día de la fiesta.
Cansados de tantas emociones, no nos quedaban fuerzas para
esperar al baile de la noche en la plaza. El baile era para los mozos, para los
que esperaban a echarse novia o novio. Yo, que vivía en la plaza, al son de la
música me quedaba dormida.
© Socorro González-Sepúlveda Romeral
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