miércoles, 13 de abril de 2022

Malena Teigeiro: La taquillera del Metro

 


Del más gallardo, vago y maleante de los jóvenes de su aldea, se enamoró Nana. Tan loca estaba por él que aunque su padre, después de enumerarle la serie de desgracias que le tocarían vivir, de que la amenazara con que nunca la dejaría volver a entrar en casa, ella siguió haciendo su maleta.

El primer día de su convivencia comenzaron sus pesares. Juan antes de llevarla a pensión en donde vivía, la mostró como un trofeo a sus amigos. Luego, ya en la habitación la hizo la más feliz de las muchachas. Apenas habían descansado unas horas cuando le ordenó que fuera a por dinero.

––No creas que voy a dejar que te quedes a mi lado si no traes con qué mantenernos.

Y Nana acudió a su abuela. Le contó la pretensión de Juan y le pidió ayuda. Por qué no lo dejaba, masculló la anciana después de escucharla atentamente. Nana sacudió la cabeza. No podía, bajó la vista avergonzada. Cuando estaba a su lado, siete mil rayos la recorrían. Se le escapaba el aire y se sentía gravitar a su alrededor como si fuera su luna.

La anciana se levantó y salió de la habitación. Instantes después volvió llevando una caja de lata roja y unos billetes entre los dedos. Quería habérsela dado el día de su boda, tal y como a ella se la dio su abuela. Y la dejó sobre la mesa como el que coloca a un niño dormido en la cuna. Luego la abrió. La luz arrancó lujuriosos destellos a un montón de monedas de oro. La anciana cerró con mimo la tapa y empujó la caja hacia su nieta. Le pidió que no usara esas monedas a no ser que fuera absolutamente necesario. Luego, a un lado de la caja dejó un puñado de billetes. ¿De dónde las has sacado?, preguntó Nana con los ojos muy abiertos. La abuela se pasó la mano por la frente avivando sus recuerdos. Alguna de sus antecesoras había sido vidente, y gracias a ello, había conocido las necesidades que un día tendría una de sus descendientes. Entonces se le ocurrió llenar de monedas la caja roja, que luego se fue pasando de generación en generación. Había que conservarlas hasta que llegara a aquella que tanto la iba a necesitar.

––Te convendrá guardarlas, porque ese tipo te va a dejar en cualquier momento: Preñada y en la calle ––añadió con voz ronca.

Era casi de noche cuando Nana volvió a la pensión. Él no estaba y Nana aprovechó para esconder la caja. Después se sentó a esperarlo. Cuando lo vio entrar, le mostró los billetes. Juan la besó y abrazó, mientras que con el dinero en la mano, le susurraba lo que la adoraba. Durante un tiempo Nana fue feliz, aunque, temerosa, nunca le habló de la caja roja. Cuando casi se había acabado el dinero, el talante del hombre cambió. Intentando remediar su penuria, Nana se puso a trabajar como taquillera en la estación de Metro de Chamberí.

Y mientras estaba expendiendo billetes, había una cosa que de verdad la asustaba: Que él, que cada vez la trataba peor, encontrara la caja de lata roja. Tengo que esconderla en otro sitio, se dijo. Después de decidirlo, cambió su turno de mañana al último de la tarde. Desde la primera tarde, comenzó a estudiar el cierre de la estación. Aviso a los pasajeros, avisos a los empleados, los vigilantes… Podría hacerlo, decidió.

Una noche se quedó escondida dentro de su cabina, y cuando ya no quedaba nadie en los andenes, con mucho cuidado levantó uno de los ladrillos de debajo de las patas de su silla de hierro. Luego, lo volvió a dejar en su sitio. Y así siguió noche tras noche hasta hacer un hueco lo bastante profundo para esconder su caja. Al día siguiente, y mientras Juan dormía, recogió la caja de lata roja y la guardó en el bolso. ¡Ya solo me queda un paso para vivir completamente tranquila!, rumiaba una y otra vez mientras despachaba los billetes, sonriente, amable. Cuando al finalizar su jornada el Metro cerró las puertas y estuvo segura de que no quedaba nadie en los andenes, levantó el ladrillo e introdujo la caja en el hueco.

La madrugada de la primera noche que Nana se había quedado a dormir en su taquilla, Juan, borracho como una cuba, se tiró sobre el vacío colchón. A mediodía, con Nana a su lado se despertó. Aunque no recordaba que la noche anterior ella no estaba, percibió una expresión diferente en Nana y comenzó a recelar. Luego de sentir varias veces lo mismo, creyendo que lo engañaba, decidió seguirla hasta el Metro. Entró detrás de ella y se confundió entre la gente. Quería ver con quién hablaba y con quién se iba al terminar la jornada. Cuando vio que no aparecía nadie a buscarla y que ella sin que él se diera cuenta había desaparecido, se acercó a la taquilla. Miró a través del cristal y la vio de rodillas colocando un ladrillo sobre una caja roja. Aporreó el vidrio. Asustada, Nana levantó la cabeza. Luego, pálida, desencajada, abrió la puerta. Él la agarró por el pelo y la arrastró por el andén hasta casi la escalera. Nana consiguió sujetarse a una de sus piernas. Perdido el equilibrio, Juan cayó rodando por los escalones. El cartel de azulejos parecía indicarle el camino: Bilbao, Tribunal, José Antonio, Sol… La risa de la joven retumbó entre los vacíos túneles. Si en el infierno había fuego, en el sol mucho más. Ojalá ardas en él, gritó al verlo inánime en el suelo. Nana volvió a su taquilla, recogió del agujero la caja roja y se tumbó en el suelo para pasar la noche. Nunca más volvió a su trabajo de taquillera en el Metro.

Y dicen que cuando el tren pasa sin detenerse por la fantasmal estación de Chamberí, algunos pasajeros perciben el espíritu de Juan vagando por los andenes. Quizá espera que Nana vuelva a expender billetes en su taquilla.

© Malena Teigeiro

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