El
ciervo, porque era un ciervo por su tamaño y cornamenta, levantó la cabeza y se
movió intranquilo al presentir el peligro.
Desde
lo más alto del risco donde se encontraba podía ver una figura muy abajo, a lo lejos,
que de vez en cuando se detenía y miraba hacia arriba, como si buscara algo. Lo
había visto varias veces en los últimos días y su instinto le advirtió que se
mantuviera alejado de aquel animal que iba caminando sobre dos patas y que en
ese momento se paraba para atender una llamada de la naturaleza.
Estaba
solo y con hambre. Debía bajar al valle de grandes bosques verde oscuro.
Necesitaba comer durante el invierno y acumular reservas para la época de
reproducción, pues si no estaba fuerte podría morir ante un buen adversario o
de puro agotamiento.
Lo
único que debía conseguir era huir de lobos, linces, zorros, águilas… Y de
aquel que llevaba un fusil al hombro.
La
caza no está bien vista, pensaba aquel hombre mirando a lo más alto del risco,
aunque para él era un medio de subsistencia, como para otros lo era la
agricultura o la ganadería.
Huía
de la guerra, de la sinrazón. Estaba solo, sin familia y con hambre. Era un
desertor. Ni pensar en volver atrás. ¡Basta de matar hombres! Tendría que esconderse
de día y caminar de noche. Necesitaba comer, matar al ciervo, acumular reservas
para llegar a su destino. Encontró unas raíces y se sentó a comerlas, era una
pequeña tregua para aquel animal que no tenía la culpa de sus desventuras.
Tarde
o temprano, lo sabía, no le quedaba otro remedio que obtener comida o poner
proa hacia las estrellas.
Un
conejo saltó de entre la espesura con su cuerpo robusto, uñas resistentes y
orejas largas Se movió en estado de alerta al ver al hombre. No le dio tiempo a
más.
El
ciervo levantó la cabeza, respiró profundo y desapareció.
©
Marieta Alonso Más
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